Friendzone


 
Se llevan estupendamente bien. Acaso demasiado.
Ríen, juegan. Se molestan.
Se extrañan cuando no están juntos.
El domingo fueron a una fiesta y luego a tomar un helado y se la pasaron bomba.
Ayer ella se lamentó de que no lo pudo ver a la salida de la escuela porque él se está regresando en transporte, ya que su abuelita, quien siempre lo recoge, está enferma. Cierto, lo ve en el salón de clases y todo, pero nada como caminar juntos de la mano el trecho que pueden, antes de separarse, cada uno hacia su casa.
Y, con todo, hoy en la mañana, ella le confesó a su mamá que se quiere casar con…
Sí. Otro niño.
“¿Pero entonces qué pasa con…?”, pregunté preplejo. “Pues dice que lo quiere mucho. Sí. Como amigo”.
Y yo pensé: “En la torre. La friendzone no respeta ni tiempo ni edad. Hasta en el kinder se aparece”.
Pero luego los recordé. De la mano. Riendo. Jugando. Molestándose. Llevándose estupendamente bien. Acaso demasiado.
Y pensé si no será posible que esa zona -tan repudiada y menospreciada- de la amistad sin adjetivos, sea un remanso que nos hemos negado a ver y hasta exaltar. Si caer en esa zona no será de las mejores cosas que le pueden pasar a un niño. O a un hombre.
Porque el amor es un merengue incomprensible. Pero la amistad… cuando se da, esa no respeta ni tiempo ni edad ni nacionalidad ni color de piel ni religión ni frontera…
Ni sexo.
Y en estos días tan turbulentos, donde parece que todo tiene una implicación de género, que un niño y una niña se tomen de la mano y se tiren en la misma yerba y se rían de las mismas cosas es, en verdad, digno de celebrarse.
Porque nos permite creer que, tal vez, de grandes, seguirán haciéndolo.
Cromosomas X o Y aparte.