Ayer mi calle se pobló de gente desconocida. Ida y vuelta hombres y mujeres con la misma aprensión en el rostro. Disímiles apariencias, idéntica prisa, todos yendo y viniendo. Mi hija y su amiguito, a quienes cuidaba yo en el patio, me preguntaron a dónde iba tanta gente. A ayudar, respondí. ¿A quienes? A los que se quedaron sin casa. A los que se quedaron sin alguien. Sin algo. Ayudar. El silencio de afuera se coló al interior de mi reja. En ese momento las mamás de ambos niños ayudaban también, llevando comida y aguantándose el llanto. Un poco como nosotros, pero más como yo, que soy adulto y entiendo; los niños, para mi fortuna (y la del mundo, que un día se volverá a echar a andar) regresaron al juego al poco rato. Y yo y mis preguntas seguimos en la contemplación mientras tras de mí sonaba una batalla inventada.
Entonces, en mis ojos clavados en la calle se manifestó, por un segundo, aquello de lo que creo que se trata todo este asunto. Y me sentí, confieso, enormemente privilegiado. Feliz de haber sido testigo de un insignificante prodigio que acaso otro, en mis zapatos, habría dejado pasar inadvertido.
Un hombre mayor, acompañado de una niña de trece o catorce, de la mano. Él llevaba una pala al hombro; ella una mochila. Era la tercera vez, en el lapso de una hora, que los veía pasar (he ahí el detalle). En la confusión de ayudas necesarias en esta ciudad maltrecha, ese hombre canoso no había hallado todavía dónde encajar su herramienta. Sus manos seguían limpias, sus sienes goteaban sudor, su andar ya era cansino… y en su rostro se filtraba el desencanto. No había hallado aún dónde encajar su herramienta. Y yo me pregunté, en ese preciso instante, quién carajos sale de la seguridad de su hogar con una pala al hombro, de la mano de su hija o su nieta, sin casco, sin guantes, sin más norte que el de las puras ganas de ayudar, si en la televisión los programas humorísticos siguen pasando en el mismo horario de siempre y los políticos no dejan de preguntarse cuándo terminará esta monserga para poder iniciar sus campañas.
Las puras ganas de ayudar, dije.
Y sentí, que ese segundo en el que se detuvieron frente a mi reja y ella le dio agua de su botellita y él dio un par de sorbos y sonrió sin ganas fue, sí, todo un privilegio. Porque ellos, cuando avanzaron de nueva cuenta, tal vez iban ya de vuelta a casa. Tal vez con la impresión de no haber podido ayudar en nada. Tal vez sintiéndose un poco como quien está cuidando a un par de niños cuando lo que quiere es estar levantando piedras y tendiéndole la mano a alguien en la penumbra. Pero entonces comprendí que tal vez –muy probablemente- tus ganas de ayudar ya sean en sí una ayuda. Si no te interpones entre los que están haciendo su trabajo y el corazón te impele a ponerte en fila para cuando hagas falta, eso ya es en sí una ayuda. Para alguien que, sin que lo sepas, esté observando, por ejemplo. Porque bueno, si sabes que eres malo hasta para cambiar un foco pero no tan malo para contar la vida, entonces lo hagas. Te sientes a tu computadora, abras el Facebook y cuentes que una tarde de miércoles, frente a tu reja…
Y así, tal vez, se enteren ese señor y esa niña, que sí que ayudaron. Enormemente. Pues por un prodigioso segundo hicieron a un padre sentirse privilegiado de ver su calle poblada de gente desconocida. Y estar ahí, junto a su hija y el amiguito de su hija, viéndolos a todos pasar con idéntica prisa.