Esto que voy a contar, aunque no tiene la menor importancia, bien puede verse, bajo cierta óptica, como un (se afloja el cuello de la camisa aquí), ejem… milagro. Discreto y personal y enormemente banal pero (mirada a los lados aquí), ejem… milagro al fin. Por eso lo cuento. Por eso y porque, ¿a quién que se diga lector no le gusta imaginar que forma parte de algo más grande que él mismo? Una historia imaginada, un cruce de miradas entre dos pasajeros que viajan en trenes distintos, el dibujo azaroso que forman los pliegues de una sábana… una referencia específica en un libro. Y es algo tan simple y tan trivial y tan sorprendente como esto: que el miércoles pasado, estando de vacaciones, cerré el libro que estaba leyendo justo al dar vuelta a la página 163, puse el separador y nos fuimos a ver a los clavadistas a La Quebrada. Hasta ahí, nada del otro mundo. Pero ayer ocurrió que retomé el libro y, en la página 164 descubro la referencia que aparece en la foto.
No lo mencionaría si no fuese porque el libro en cuestión es “La mano de la buena fortuna” de Goran Petrovic. No lo mencionaría si no fuese porque, como bien se sabe, los personajes en tal libro entran en sus propias lecturas como si traspasaran una puerta y vivieran otras vidas al interior de cada libro. No lo mencionaría si no fuese porque, aunque desde luego se trata de una coincidencia como las hay por miles, sentí que al caer en la página 164 sin leerla, estaba entrando en ella sin darme cuenta, siendo por un momento un personaje a quien un monje explica que muchos libros fueron quemados, muchas historias olvidadas, muchos pergaminos raspados… y vale la pena reparar en ello. No lo mencionaría si no sintiera que algún día sólo quedará el recuerdo, no de La Quebrada, sino de nuestra idea de La Quebrada, nuestra idea de El Mundo, el recuerdo de las historias por las que rara vez pasa alguien y, mucho menos, se detiene, el recuerdo de las palabras que fueron profanadas para los intereses de la vanidad humana (o la alta resolución y el ancho de banda, je). No lo mencionaría si no fuese porque, aunque muchos libros me han hablado antes íntimamente, éste es el primero que además me zarandea para conseguir que lo mire de forma distinta y le haga la discreta y personal y enormemente banal promesa de que, mientras pueda, como el padre Serafim, oficiaré en soledad, visitaré esos parajes de papel y tinta y viviré otros mundos en su interior… aunque tampoco se crea mucho en ellos. Como suele ocurrir con los (ninguna incomodidad aquí, que conste) milagros verdaderos de este lado de la página.