Y que me acuerdo cuando mi abuelo nos contó a Javier y a mí de aquella vez que los Reyes le trajeron un mamón (sí, nosotros también alzamos las cejas igual, se supone que era una especie de pan de dulce en los tiempos en que los tuits los ponías por telegrama) y, no conformes los tres “hombres sabios” con atragantarlo con la decepción de no obtener ningún juguete, le dejaron la supuesta golosina atorada al interior del zapato (sepa, chance una costumbre del lejano oriente).
Lo que me llevó a también a acordarme de aquel compañero mío de la escuela al que Santa Claus le trajo dos jueguitos electrónicos de mattel “por no haber reprobado ninguna materia el año pasado, sigue siendo tan buen niño, felicidades” (carta con caligrafía de invitación de boda y todo) y esa renovada desilusión con la que recibí su noticia porque yo hasta había sacado dieces el año anterior y en cambio el gordo cocacolero había sido incapaz de dilucidar por sí mismo, ya que medía con esa vara, que me hubiera gustado más recibir dos jueguitos de electrónicos de mattel que el mono de acción que pedí.
O sea que está visto que ni el uno ni los otros tienen, han tenido o tendrán, el mínimo sentido de la justicia o, ya de perdida, tantita conciencia social. No hace falta haber visto “El traje de Primera Comunión” de Juliancito Bravo o varios capítulos de los Ingalls para comprender que a veces la navidad es así, jodida. Que los diputados van a recibir triple aguinaldo y, en cambio, los niños pobres, un cuerno. (O un mamón, para el caso.)
Por eso mi deseo para estas fiestas no es que todo el mundo reciba lo que pidió. (Dado el retorcido calibre con el que miden el gordo y los sabios (el más viejo de los “se aplican restricciones” de la historia de la humanidad) seguro que el que cotiza en el Dow Jones se va a encontrar tres empresas nuevas bajo el árbol y en cambio la viejita que vende chicles, con que le robaron el zapato. Y la virgen se está peinando. Y el romero floreciendo.)
Mi deseo, entonces, ejem, es que todo el mundo reciba en estas fiestas lo que en verdad se merece. No lo que pidió sino lo que, de acuerdo al plausible orden universal (oh, sí, debe existir tal cosa en algún lugar y en algún tiempo, que caray), le cuadra.
Y que me acuerdo de aquella vez (no, no era navidad, ni siquiera estaba cerquita) hace más de veinte años cuando Javier y yo vivíamos solos y estábamos aún estudiando y él daba clases a verdaderos delincuentes juveniles y yo tocaba el piano en un cuchitril por el Rastro y apenas y juntábamos para pagar la Renta y de repente salió la oportunidad de que él aplicara para una beca en IBM bastante jugosa por cierto y que nos daría para dejar de comer frijoles a diario y pusimos a todos los santos de cabeza y en el bóiler y escuchando canciones de Lucerito. Y que me acuerdo de aquel domingo en que salieron en el periódico los resultados de los afortunados y esa horrible decepción remasterizada de encontrarte con que no hay nada en el zapato y mejor ni meter la mano porque qué tal que te pica un alacrán.
Me he acordado de esto ahora porque, aunque nos dolió como niño en navidad que cree que se ha portado mal y por eso la pelota de farmacia y no el balón de la FIFA… es cierto que el tiempo (o el orden universal, vaya usted a saber si no solo existe sino que se viste de padre tiempo o de niño en un pesebre o de simple azar o de entropía) nos demostró que gracias a esa beca fallida, hubo que seguir por otros rumbos y acabamos, pues sí, escribiendo teatro. Y luego libros. Y luego, pues ya se ve. Y es que, ustedes perdonarán la presunción pero me gusta creer que eso es lo que -en verdad- nos merecíamos.
Así que he ahí mi deseo navideño. (Se disfraza de Miss Universo y sonríe con dientes blancos y parejitos) Que todo el mundo obtenga lo que en verdad se merece. (Bota el disfraz).
A temblar…
Porque, si existe la justicia en el universo (el orden, etcétera)… de nada te servirá esa tarjeta de regalo de cinco ceros si aprobaste una reforma con la conciencia en el bolsillo. Y en cambio, ese pedazo de pan viejo en el zapato, será el mejor regalo de tu vida si con cada chicle que vendes no te clavas el cambio y hasta sonrisa das de pilón.