Nomás para decir que yo no lo conocí al maestro; así que no tengo anécdota con él.
🙁
Ni foto.
🙁
¡Vaya! ¡Ni una tarea siquiera que haya entregado para pasar alguna clase de literatura en donde aparecieran su nombre o su obra!
🙁
No.
Pero, en mi descargo, diré que sí lo conocí a Carlitos.
Y a Jim.
Y a Mariana.
Y tan los conocí porque, como muchos otros niños de esta ciudad y esta colonia y este mundo, yo también fui Carlitos. Y también me enamoré alguna vez de una anciana de veintiocho años (¿o tendría treinta y algo?)
Y, como pasa casi siempre, se traga uno sus palabras, esas de va a decir usted que estoy loco, me da tanta pena, no sé cómo decirle.
Pasa casi siempre.
Y me pasó a mí. Y a tantos otros niños.
Tantos otros Carlitos que, por no enfrentar el desdén, ese inmisericorde nunca podrá haber nada entre nosotros, ¿verdad que me entiendes?, no sufras, pobrecito, nos quedamos con las palabras. Y así crecemos. Agarrándonos de esas palabras que no sólo hojeamos en el libro de Era que nos ha acompañado toda la vida y que se está cayendo a pedazos en el librero sino también en el mundo.
Sobre todo si a diario enfrentas ese mundo, de ficción, llamado colonia Roma. Y las palabras son la única redención posible cuando paseas por la Plaza Ajusco --que ya no se llama así sino Plaza Luis Cabrera -- o entras en La Bella Italia --aunque ahora con tus hijos, qué cosas— y por alguna razón estás seguro de que en algún lugar leíste que Rosales le aceptó el helado a Carlitos y acto seguido le contó que Mariana no murió, qué va, sino que está sola en aquel departamento, el cuatro, y pregunta seguido por ti, ¿no te enteraste?, y que hay posibilidad de correr, traje blanco y raqueta en mano, por la calle de Tabasco, aunque por otras razones que las conocidas y las literarias y decir al llegar, sin aliento, discúlpeme pero no puedo más y recibir ahora sí un beso, éste sí de a de veras, no, no en las comisuras, no señor, qué va, un beso de a deveras, sí, como en las películas.
Un beso.
Palabras al fin. Palabras que, bueno… no, no están en el texto pero que, aunque no lo sepa el maestro, sí nos dejó como herencia a todos los que no pudimos abrazarlo en vida, pero sí en la letra.
Porque las dejó escritas en el mundo, el asfalto y la banqueta, entre Insurgentes y Cuauhtémoc, Viaducto y Chapultepec.
Y todos los que fuimos Carlitos alguna vez, todos los que lo seguimos siendo, no encontramos otra forma de asegurar, de afirmar y hasta amenazar con romperle la cara a aquel que dude --¡gracias Rosales por el dato, perdón que no me quede contigo a conversar pero tú comprendes, pide otro helado, yo lo pago, gracias Rosales, oye, nos vemos pronto, eh, salúdame a los compañeros cuando los veas, a todos, un día volvemos a jugar a los árabes y los judíos, te lo prometo, gracias Rosales, gracias!— que ese beso, ese beso de a deveras… por supuesto que sí ocurrió.
Y nos pasó a nosotros.