Y así, una tarde de aquel veraneo en Santa Clara del Mar, Guadalupe (12 años, porteña, gran lectora) se empecinó con sus padres con que quería comprar un libro. Y ocurrió que en la única librería del pueblo (con la que no fue fácil dar, por cierto), atendía un sujeto de esos que parecen ficcionados (gentiles, misteriosos, versados en todo y en nada) y nomás entrar Guadalupe empezó a sondearla para poder recomendarle un libro justo. Pocas preguntas bastaron para hacer una conexión, tan increíble, que parece sacada de la misma hipotética ficción que el librero. “Te voy a recomendar un libro de un autor mexicano que no te va a decepcionar”.
Tres años después, Guadalupe y ese autor mexicano se reunieron en un café para celebrar las posibilidades que brinda la vida cuando se viste de literatura. Es en un mundo que parece imposible (o ficcionado, pues) que un lector viaja miles de kilómetros para hacerse de un volumen de la tercera parte de una saga y poder conocer el barrio en el que los personajes que tanto estima han vivido sus aventuras. Y es en ese mundo en el que el autor que ha trazado tales destinos quiere también vivir. Por eso estas líneas de gratitud. Por eso este gozo que no cabe en el pecho.
Justo es que diga que Sergio Mendhoza ha tenido excelentes lectores. Muchos en el DF, bastantes en Monterrey. Y así. Y a todos, uno por uno, los quiero por transferencia: aprecian desinteresadamente a Sergio y yo, nomás por eso, me siento en enorme deuda. Pero también creo que, a pocos días de que yo me enterara que la saga ya está disponible en Amazon, era justo que ocurriera un milagro como el de esta niña argentina que, además, no lee en electrónico (“me distrae, me marea”, sus palabras), porque de repente creo que es posible que en poco, muy poco tiempo, dejen de ocurrir estos prodigios en donde una niña se hace de un libro en la última librería previsible de su país y persigue el mundo desencadenado por ese libro hasta el mismo café en que el autor ha hecho sentarse a sus personajes.
Por eso estas líneas. Por eso esta gratitud inmensa para Guadalupe, claro, pero también, y por supuesto, para aquel portentoso librero que, sin saberlo, consiguió que, por unos instantes, la vida fuera literatura y, la literatura, vida.