Gracias, Maestro…

 
Diré la mayúscula tontería de que cuando murió Oscar Peterson, mi jazzista más apreciado, acaricié un estúpido y falaz consuelo: “Al menos ya se le ve el fin a mi colección de su música”. Estúpido y falaz y vergonzoso consuelo porque luego, al paso de los años, me di cuenta de que con él me pasaba lo mismo que con Borges: que me negaba a comprar su último libro (su último disco) porque así parecía tener viva, en mi inconsciente, la estúpida esperanza de nunca poder completar su colección pues acaso era, a pesar de lo que yo quisiera creer, infinita.
Diré ahora la absoluta pendejada de que con García Márquez me ocurrió igual cuando sacó aquel trágico libro, casi un epitafio, de las putas tristes, porque no sé si en algún lado leí o soñé o inventé que el maestro se negaba a escribir una línea más después de eso y era como una pinche muerte anunciada, así que nunca compré el volumen por hacerme, igual, esa tonta ilusión de que, si nunca tenía su obra completa, era como esperar, en ese imaginario ajedrez autor-lector, que él debía mover la siguiente pieza y no yo.
Y es que con tan ilógicas e inconscientes determinaciones compruebo que lo que nos duele cuando se va alguien de esa estatura es que se lleva para siempre un pedazo de esperanza que, además (y lo digo sin rencor y sin malicia) no les pertenece. No, no la de encontrárnoslo caminando por Coyoacán o pintando un dedo en una nueva foto viral, sino la de leer ese último as que tenía guardado bajo la manga y que habría de sorprendernos y maravillarnos y decir, al cerrar el libro, sonrisota y todo, “gracias, maestro, por existir”.
Porque igual hoy, un diecisiete de abril que aún no muere, fue día de sol y de prodigios, lo mismo que es la vida, esa puta magnífica de la que no acabamos de enamorarnos por completo porque no acaba de despreciarnos por completo. Y hoy, lejos de las redes, pero cerca de esa ingrata que es la existencia, vi aviones de papel volar, vi a una niña de treinta y tantos aprender a andar en bici, escuché historias de hermanos en disputa y hermanos en concordia, degusté un mate y un limonchelo y las lágrimas de mi hijo al rasparse la rodilla, confirmé que más vale una mariposa en mano que un ciento de amarillas en papel, y más la belleza posible y de la tierra que la imposible y que es del cielo porque, por mucho que a él se eleve entre sábanas de luz, y por mucho que nos duela en el alma, es y será, siempre intangible.
Y caigo en este inútil énfasis porque hoy por la mañana aún contaba con la esperanza de leer un último y muy buen libro de García Márquez y, con perdón del maestro, no pienso renunciar a esa alegría obligado por la tragedia que nos avasalló esta tarde; del mismo modo que tampoco renuncié a dicha ilusión cuando otros artistas se fueron (y lo digo sin rencor y sin malicia) sin tomar esa previsión: la de escribir un último portento, un postrero regalo para sus más fieles lectores. Y de esto se desprende mi última estupidez manifiesta: que la literatura también está en esos libros que pensamos no leer nunca pues nos parece más valiosa la esperanza de saber que ahí están, aguardándonos, que el posible contenido que nos puedan ofrecer. Y el poder evaluar una esperanza de ese tamaño, fuera de los libros, que en mi opinión es aún mayor y más valiosa que, por ejemplo, la cocinada durante medio siglo por un Florentino Ariza (porque es real y no inventada, lo mismo que el olor de la guayaba o el llanto por una caída), el poder evaluar eso conscientemente, volunariamente y decididamente, y atreverse a decir no pienso leer “Memorias de mis putas tristes” nunca o, si acaso, en mi lecho de muerte, es una especie de último abrazo, un postrero regalo para un autor, una franca y definitiva forma de decir: “gracias, maestro, por seguir, aún, existiendo.”