Existe este momento, cuando escribes una historia, en el que, si todo sale bien, alcanzas felizmente el clímax. Ejem.
Lo sabes porque lo sientes. No porque en tu escaleta diga algo así como “entonces se dan con todo en el borde del precipicio” sino porque algo se enciende en tu interior y te avasalla un como cataclismo y te sacude una como reverberancia y todo fluye y fluye y fluye… sin pausa ni cortapisa. De la punta de tus dedos al teclado y a la pantalla. Se entiende. Ejem.
Y, al igual que con cuando alcanzas otros tipos de clímax… umh… lo difícil, a partir de ese momento, es no querer terminar a la carrera. No poner nada más “brillaron los aceros, saltó la primera sangre, el duque cayó vencido”, sino echarle también, en esa parte, el cachondeo necesario para que el lector no termine defraudado, se quede estudiando el techo, encienda un cigarro, mire el reloj y pregunte: “Chale… ¿Ya?”
Y claro, después de eso, si todo salió bien, todavía tienes que esperar lo suficiente para prender la tele, abrir una cerveza, pedir la pizza. Es decir, el epílogo también cuenta. “Muerto el duque, Horacio rescató a la princesa, hizo volar el castillo y ambos cabalgaron hacia el crepúsculo. Fin.” No. Absolutamente inaceptable. También hay que tomarse su tiempo aquí, comentar el punto, mostrar interés, no mirar el reloj ni apresurar el cigarro. ¡Y mucho menos quedarse dormido!
Así será más fácil quedar para el próximo libro.
Ejem.
Eh... Ustedes perdonen. Aquí escribiendo en voz alta para no joder un final que se avecina. Que tengan buena tarde.