Y precisamente hoy, a pocas horas del que podría ser el último juego de México en la copa del mundo, me gustaría abrir la bocota para decir, a la manera de Miguel Ríos, que el rock, -que diga- el futbol no tiene la culpa. Y una sola y simplísima razón se me ocurre: porque es un juego.
Más allá de las cochinadotas de la FIFA, más allá de los delanteros ultramillonarios que se depilan con láser, más allá de los hinchas que pernoctan con todo y banderines en el ministerio público o de los borrachos que confunden las ventanas de los barcos con trampolines de alberca, el futbol no tiene la culpa porque, pues, este… ¿lo dije ya?, es un juego.
No sé si el “jogo mais bonito do mundo” pero sí, en definitiva, un juego.
Y como que me da la impresión de que hasta a Joseph Blatter se le olvida que todo tenía que ver con llamar a la puerta del dueño del balón, apartar un pedazo de calle, armar los equipos, poner 2 suéteres hechos bola por lado, festejar el gol o el paradón, lamentar el gol o el paradón, volver a casa y tomar –juntos, si se puede– la merienda.
Quise abrir la bocota porque de repente como que he detectado que se despierta una mufa muy gacha (¿qué tal el argentino y el mexicano jugando del mismo lado, eh?) en algunos paisanos cuando se encuentran al vecino en el elevador con la cara pintada de tres colores y su sombrerote y su banderota y su sonrisota vamosméxico. Nomás quise levantar la manota porque sé que a algunos juegos les da por volverse fiesta. Y yo digo que una fiesta no se le niega a nadie. Y menos en tiempos en donde en los diarios las malas noticias ganan siempre por goliza.
Y aunque es cierto que hay de todo en esta cancha del señor: tanto el que apuesta a la suegra en la quiniela como el que considera que irse al descenso amerita destrozar el estadio completito, afortunadamente son los menos. La puritita verdad es que el futbol es sustentado, en su mayoría según yo, por el aficionado que sabe que, pierda o gane su escuadra, la hipoteca seguirá del mismo tamaño, la artritis en el mismo lugar y el cielo del mismísimo color. Pero eso no le quita que, por noventa minutos (más o menos lo que dura una película) pueda soñar que su vida se resuelve solo porque ganaron los buenos (más o menos como cuando ves una película). Y que la pasión, la cargada, la carrilla y hasta ciertos gritos de connotación incómoda son parte del juego, de la fiesta. Y aunque es natural que a los vecinos que no quisieron participar en el bailongo les moleste el ruido de la música, sí creo que vale la pena recordarles que, cuando todo haya terminado, barreremos la basura, limpiaremos la calle, ordenaremos el vecindario y volveremos todos a casa (aunque hayan perdido los buenos) a tomar –juntos, si se puede– la merienda.
…y Vamos México.