Y, con todo, me tocó ver en la calle al menos a un par de niños chillones, una niña siendo arrastrada por su mamá como si fuera a la guillotina y hasta restos de vómito (leche y cereal) en las escaleras del metro. El mismo Bruno puso ese terror en términos precisos mientras lo llevaba a su nueva escuela: “¿Y si nadie quiere jugar conmigo?”
El horror.
Tal parece que esa pavorosa angustia del primer día de clases está fuertemente ligada a la necesidad de encajar, de ser aceptado, de no estar dando vueltas en el recreo con las manos en los bolsillos y pateando piedritas mientras otros se la pasan bomba y rebomba.
Confieso que dejé al niño en la puerta de la escuela y un escalofrío me recorrió la espalda. Porque a mí no solo me pasaba sino que me sigue pasando. En fiestas o en reuniones o en juntas o en viajes o en congresos o en pláticas o en ferias o en chambas o en cursos o en talleres o en entrevistas o…
¿Y si nadie quiere jugar conmigo?
El consuelo es éste, chamacos y chamacas. Paren bien la oreja: Siempre hay otro que tiene el mismo miedo.
Los mejores amigos que he hecho en mi vida han sido grandes pateadores de piedritas.
Y ellos han hecho, poco a poco, que mi zona de confort se extrapole al mundo entero.
Así que no le den mucha importancia al asunto. Pero sí procuren cargar consigo un lunch suficientemente suculento.