El patrimonio de la sangre

 
Hoy por la mañana, mi hijo Bruno me atravesó con su espada tipo Minecraft, sacándome las tripas. No se lo tomé a mal porque era yo un monstruo que amenazaba con comerse a su hermana (y no dejar ni los huesitos (que es la parte más sabrosa, por cierto.))

Fue un reguero espeluznante. (Suele ocurrir cuando muere un monstruo.) Pero luego cada quien se tomó su leche (o su café) y se fue a la escuela (o a trabajar) como si nada.

Me sorprende lo mucho que puede saltar la sangre en los libros, las películas, los juegos, sin que se pierda la sonrisa. Cuando era niño utilizaba prolijamente el color rojo en mis dibujos (sobre todo si eran de la guerra o de vampiros), pero puedo decir, no sin cierto orgullo, que jamás he blandido un arma y jamás he hecho saltar la sangre a nadie (excepto en el papel, claro).

En la vida real es otra cosa.

En pleno mes del terror lúdico a México lo sacude el terror real. Y yo me quedo sin palabras porque la sangre no es patrimonio de la literatura, el cine, los juegos. Aunque debería. Y los monstruos en el poder nos han hecho el favor de recordarnos que en este país un macabro rostro cadavérico es posible sin necesidad de afeites, máscara o maquillaje. Que la sangre es posible. Y que no tiene nada de divertido.

Platicabamos Benito Taibo, Luisa Iglesias y yo en la mañana que a los monstruos los definen sus actos, no su deformidad. Y creo que es justo por ello que uno termina enterneciéndose y extrañando a Drácula y al Hombre Lobo, a Frankenstein y a la Momia en tiempos como éstos, donde se hace evidente que es más honorable una mordedura en el cuello que un tiro a quemarropa, más un ataúd en un castillo que una fosa clandestina. Tiempos en los que uno quisiera creer que una marcha puede hacer la diferencia. O un escrito (lleno de paréntesis o no). Tiempos en los que uno quisiera encontrarse a una bruja o un espectro cualquier noche de éstas para confortarlos, abrazarlos, devolverles la potestad del terror, que era suya. Ese terror que nos hacía reír y, luego, tomar nuestra leche (o nuestro café) e irnos a la escuela (o al trabajo) como si nada.

Porque la sangre (carajo) no es patrimonio de la ficción. Pero debería.