116 velitas

 

Tengo una onda con los cumpleaños…

Como de chico, en mi cumpleaños, nada más me felicitaban mis papás y mis abuelitos, de repente me da la cosa de que no es la gran cosa.

Lo malo es que lo extrapolo a los cumples de los demás. Y por eso, en el facebook, me ataca un comportamiento felicitador que se parece mucho a una campana de gauss, donde el punto más alto de la curva es, claro, mi cumpleaños. Felicito mucho, antes y después de esa fecha, porque me da el remordimiento de que todo mundo me va a felicitar o me acaba de felicitar.

De ahí la razón de que, para estas fechas, tan lejanas a mi cumple, ya casi no felicito a nadie. Espero me disculpen y espero lo recuerden para el 8 de marzo.

 
Como sea… hoy es el cumpleaños de mi abuelito Salomé Maury. (El de la foto).

Y se me antojó felicitarlo porque bueno, el abuelo Salomé tuvo nueve hijos. De los cuales surgieron un montonononal de nietos. Y bisnietos. Y etcétera. Y todos, de algún modo, nos debemos a él… pero también a cierto soldado anónimo que increíblemente decidió, a trote de caballo una tarde de principios del siglo pasado, ser razonable y no jalar del gatillo de su 30-30.

Así me lo contó mi tía Genoveva (qepd) a sus noventa años, en el 2010. Y así lo cuento yo ahora, nomás como mera excusa de los negros tiempos que corren.

 
Durante los primeros años de la revolución mexicana, mi abuelo era fogonero en un tren de carga que hacía la corrida entre Saltillo y San Luis. El maquinista era su propio padre, mi bisabuelo. En uno de tantos viajes los alcanzó una tropa y mi bisabuelo, temiendo lo peor, ocultó a su hijo adolescente entre los trozos de carbón. El comandante de la tropa le ordenó al maquinista que detuviera el tren pues iban a subir y a cambiar su rumbo. Mi bisabuelo se negó. Tal vez no es que fuera muy heroico, sino que sabía que, al variar su dirección e itinerario, podrían hasta chocar con otra máquina. Además, claro, temía por su hijo. El comandante, sosteniendo las riendas de su caballo con una mano y el fusil con la otra, le apuntó a mi bisabuelo a la cara. La locomotora, no obstante, seguía su curso; los jinetes tras ella, como manada de lobos.

Lo único que hizo mi bisabuelo fue intentar razonar, a grito pelado, con el improvisado general.

Ocurrió, según mi tía Veva, a la altura de Angostura, a unos kilómetros de Puente Moreno.

Siempre he creído que nada impedía a ese caudillo matar a mi bisabuelo, tomar la máquina y, al descubrir al fogonero oculto entre la hulla, también meterle un tiro. Pero, por alguna (y destinal) razón, no lo hizo. Y dejó al tren seguir su curso. Y gracias a eso es que un titipuchal de gente (incluyendo al que esto escribe) puede todos los días levantarse, abrir la ventana, tomarse un café y creer un poco más en la bondad implícita en la gente. En la posibilidad de un mundo donde, guerra y todo, las personas que pueden matar, de repente lo piensan mejor y no matan.

 
Hoy, de estar vivo, cumpliría 116 años ese muchacho oculto entre el carbón. Seguro tendría facebook. Y un montón de felicitaciones en su muro.