Lo primero que hizo Mari Fer cuando la despertamos (por supuesto, con la amenaza por delante de que hoy volvía a la escuela) fue llorar. “Es que me preocupa la escuela”, dijo entre lágrimas. “¿Pero qué puede preocuparte?” Intentamos calmarla. “Todo es más o menos igual. Mismos compañeros. Misma escuela. Te va a tocar una miss nueva pero ya la conoces”. Después de un rato de seguir llorando, alegó que los fomis (sí, los fomis, la hicimos repetirlo varias veces) no serían del mismo color. “¡Creo que son azules en el salón nuevo!”, berreaba. Convencidos de que simplemente quería llorar por el fin de las vacaciones, la dejamos. Como a la media hora, ya con el uniforme puesto, advertí que el pants ya no le queda tan de acordeón como yo recordaba. “¿Sabes qué otra cosa es distinta en este curso?” “¿Qué, papá?”, preguntó con cara de amargura. “Tú”, le dije. “¿Por qué?”. “Porque estás más grande. Ya eres una niña de segundo de kinder.” Corrió a medirse a la regla de su cuarto. “No es cierto”, me dijo al volver. “Mi cabeza sigue llegando aquí”, me mostró su mano en el aire, a la altura de su copete. “Bueno, yo te veo más grande”, le dije. Luego fue a verse al espejo de su cuarto y sonrió. “¿A lo mejor ya no tengo que cumplir cinco años para subirme a los barandales (pasamanos) del parque, verdad, papá?”. “Verdad”, le dije. Y se fue a desayunar corriendo. Sonriente. Grande. Muy grande. Muy, muy grande. Y entonces al que le dieron ganas de llorar fue a otro. Porque al final la escuela siempre va a ser la misma, aunque cambien las misses o el color de los fomis… pero ella va a seguir creciendo. Creciendo. Creciendo… Y yo no sé si quiero que deje de pedirme ayuda para subir a los pasamanos (barandales) ni siquiera si está en la Universidad o en el Posgrado.