Pasa cada año. Un sujeto tira una bomba o alguien por ahí se va de balas en una plaza pública y al jefe le entra la depresión. Antes solamente se ponía a oir discos de Bing Crosby y a ver la nieve caer; ahora le ha dado por empinar el codo. Este año lo tuvimos que meter varias veces a la ducha fría, porque se quedaba ciclado tarareando comerciales de la tele, llorando en turco y arrojando la porcelana contra las paredes. Quitarle las botas y aflojarle el cinturón es lo de menos; cargarlo a su cama es la verdadera hazaña. E impedir que la señora Clos haga las maletas y se largue para siempre con algún rey mago. Pasa cada año, sí, pero apenas éste le agarró el gusto al bourbon de Kentucky. Una calamidad. Y mientras él se tira a la tristeza, nosotros tenemos que seguir trabajando duro en el taller. ¿Saben ustedes lo difícil que es que un Lego de Minecraft hecho por duendes parezca un Lego de Minecraft salido de una fábrica común y corriente? Pues eso. El caso es que, si para el 15 de diciembre el viejo sigue en la depre, empiezan a sonar las alarmas. Porque nosotros podremos hacerlo todo, desde limpiar la bosta de los renos hasta palomear las cartas, pero entregar los regalos sólo él. Y nadie quiere un tipo descomunal conduciendo un trineo volador en estado inconveniente (y además perorando en turco).
El caso es que llegó el 15 y el jefe seguía escapándose a molestar osos polares armado con ánforas de “finest whiskey” que sacaba de quién sabe dónde (la magia de la navidad, seguro), a veces enfundado en su traje rojo, a veces con la ropa de la señora Clos. Y sonaron las alarmas.
-Operación “Salvemos la navidad” –dijo alguien en el altavoz del taller, después de suspender la música de los Beatles que sonaba en ese momento, para luego añadir-. O, como quien dice, “saquen al jefe del agua o nos hundimos todos con él”. ¡Llamen a los fantasmas!
El problema, y eso lo sabemos todos los involucrados en la Operación, no es que el mundo deje de creer en Santa, sino que Santa deje de creer en el mundo. Y pasa cada año.
Lo encontramos jugando pókar de prendas con una foca sobre una blanquísima y nívea duna. Sólo conservaba las botas.
A su alrededor, varios cadáveres de ánforas cristalinas hacían la guardia de honor. En ese momento se materializó en la mano del jefe una nueva botellita, llena de líquido ámbar (la magia de la navidad, claro; hasta campanitas sonaron.)
Con nosotros se presentaron los tres fantasmas usuales. La verdad, un poco hartos del show de cada diciembre, pero hasta eso que dispuestos a cooperar. Uno de ellos bostezó, pero sé que por pura pose.
-Jefe… -dije yo, tratando de llamar su atención-. Necesitamos que suspenda por un momento lo que sea que esté haciendo y nos escuche.
-No vengan a jorobar con eso de la navidad otra vez… -dijo, increíblemente consciente y sin dejar de apartar los naipes para un nuevo juego-. Este infeliz mundo egoísta no necesita regalos en los árboles, necesita detonaciones nucleares. Reparte. –Ordenó a la foca.
Los otros duendes y yo nos miramos. Era la misma cantaleta de siempre. Lo que había cambiado, no obstante, era la actitud del jefe. Tal vez el bourbon, de malísima calidad. Al menos no se había quedado ciego.
-Y este año no funcionará su maldita artimaña –exclamó-. El fantasma de las navidades pasadas me llevará a las navidades de tantas décadas en las que he repartido alegría; el de las navidades presentes me mostrará a los niños que, esperanzados, se irán a dormir sin saber el cochino desenlace; y este tipo siniestro –dijo señalando a quien ya sabemos- me mostrará el mundo negro y miserable del futuro por culpa del gordo ruin que un día decidió dejar de entregar regalos. Pues bien… lo siento. Este año no funcionará. El mundo es igualmente negro y miserable aunque Santa entregue los regalos, así que se acabó. ¡Kaput! ¡The end! ¡Reparte!
La foca se encogió de hombros y armó el juego. Aunque le venía muy holgado el nuevo traje rojo que se había agenciado, no parecía importarle.
Los duendes, los fantasmas y yo nos miramos con preocupación. Tal vez tuviera razón el jefe. Nada más en la mañana habían aparecido en las noticias más balaceras en diez minutos que en una película completa del viejo Oeste. Aunque yo, a decir verdad, me preguntaba en ese momento si un duende que ha laborado tantas décadas en la misma empresa podrá demandar por una pensión vitalicia. Recibí un wathsapp. Era la señora Clos: “Dile a ese gordo inútil que si no viene para antes de la cena lo veré en la corte”; y emoticones furiosos. Crisis total. Una gélida ventisca corrió por todo el polo y colonias circunvecinas.
Alguna bola de pasto, de esas del viejo oeste, fue llevada por el viento. No ahí, claro, pero en algún lugar del mundo.
Fue el tipo siniestro el que se adelantó. Y en vez de volver a bostezar, como si a todo eso no le concediera ninguna importancia, se puso a aplaudir. La foca puso los ojos en blanco, negó y devolvió la vista a su tercia de ochos.
-Usted, señor… -dijo la sombra dirigiéndose al jefe-- habla como todo un visionario. ¿Quiere acabar con todo? Ponga el ejemplo.
Y entonces extrajo (la magia de la navidad) una calibre 38 de entre su túnica, la puso en la mano del jefe y lo ayudó a llevar el cañón hasta su propia sien.
-Tire del gatillo, señor don “Detonaciones nucleares”. Le aseguro que ahí a donde va el futuro será tan negro y miserable como lo desea.
El jefe tragó saliva, pero como si en ella hubiese una bola de boliche o un saguaro del desierto. Jamás había visto a nadie reponerse de una borrachera tan rápido. En cinco minutos ya estaba demandando reportes de productividad en su escritorio y contestando llamadas. Y nosotros aún sin salir del asombro.
-En realidad el problema de este “infeliz mundo egoísta” –dijo el espectro, antes de desaparecer junto con los otros dos- no es que la gente deje de creer en Santa Clos. Es que Santa Clos deje de creer en Santa Clos.
Al final de la jornada, mientras sonaba en las bocinas locales esa canción de John Lennon tan conocida, yo no podía dejar de pensar en un nuevo estribillo: “Imagine there’s no Santa, no Christmas, no toys, no jingle bells, no…”
Aunque con muy poca esperanza. El año que entra, seguro, será otra vez lo mismo.