Fuimos a ver Annie, regalo navideño para toda la familia, aunque con dedicatoria especial para Marifer: su primera obra de teatro con personas; no títeres ni guiñoles, personas. En el carro, de regreso a casa, le preguntamos cuál había sido su parte favorita y respondió, sin dudar: “Cuando, al final, la maestra mala se vuelve buena”. Por mucho que le pensamos no dimos con esa parte y ella insistió: “al final, final, final”. Después de pensarle un rato lo comprendimos: se refería a la hora de los aplausos, cuando los actores salen a agradecer y todos (malos y buenos) se abrazan y sonríen y agradecen sin empacho. Nos reímos. Ella no entendió. Hubo que explicarle. La señorita Hannigan es una actriz, lo mismo que Annie y todos en el escenario. Es una historia. Nada de eso es verdad, al igual que en el cine. Mucha gente se pone de acuerdo, construye edificios de cartón, se pone un disfraz, finge ser quien no es, canta y baila y relata maravillosamente bien un cuento. Pero cuento al fin. Una mentira. Una ficción.
Es decir que hubo que abofetearla con el pesado guante de la realidad.
A esto siguió un silencio cuajado (a letárgicos 45 km/h sobre Insurgentes además). Y creo que hasta su hermano de ocho se dio cuenta del porqué: Una inocencia más del mundo se iba a pique. Ni el hombre araña ni los mini espías ni Harry Potter ni Annie existen. Todos son personas comunes y corrientes; con trabajos extraordinarios pero con vidas comunes y corrientes.
Y el silencio, seguro, nos machacaba a los otros tres pensando en una misma cosa: en lo bien que se sentía, cuando tenías cuatro años o algo así, que te abofeteara cotidianamente el pesado guante de la fantasía. Cuando todo lo que veías en una pantalla, o te leían de un libro, o te contaba una persona mayor… era posible. Y era genial y era magnífico porque, aunque te acechara un demonio tras la puerta, bien te podía salvar un héroe incidental.
Genial. Y magnífico.
Porque, al final, es esta añoranza la que hace que hoy tanta gente se ponga de acuerdo, construya edificios de cartón, se ponga un disfraz, finja ser quien no es, cante, baile, piense una trama, diseñe una portada, componga una canción, cree un efecto, teclee por horas… porque entre la tercera llamada y los aplausos, entre las dos tapas de un libro, entre los créditos iniciales y finales, entre el “había una vez” y el primer ronquido, todos sabemos que el hombre araña, Annie, el Principito, el Quijote, Santa Claus y los tres reyes magos, no sólamente existen sino que tienen vidas extraordinarias. Y es muy posible que hasta un niño de ocho se dé cuenta de que es esta capacidad de contarnos mentiras gozosas a nosotros mismos lo que en realidad nos define como seres humanos, esta capacidad de volver a tener cuatro años por decisión propia, poder escribir una carta a los reyes y esperar a que, al final de una obra de teatro (durante los aplausos, por ejemplo), o al prenderse las luces del cine o al cerrar las tapas de un libro, Annie se quede millonaria, Harry siga envejeciendo y Peter Pan, naturalmente, se marche volando a casa.