Se ve, se siente…

 
Tenía yo once años la primera vez que vino Juan Pablo II a México y puedo recordar no sin cierta nostalgia que nos daba mucha ilusión a todos los chicos. Tanto hermanos, primos y primas, contagiados por el entusiasmo de todo un país que repentinamente se pintaba de blanco y amarillo y no dejaba de cantar una sola (y alucinante) canción, queríamos, por supuesto, ver pasar al papa. Y dado que mis tías eran católicas de rosario y escapulario, nos llevaron a toda la chiquillada, convencidas, claro, de que era lo mejor que les podía pasar en la vida a unos delincuentes en ciernes como nosotros. Después de varias horas de sol, empujones, porras, quítate, ya me toca sentarme a mí, ¿ya se acabaron las naranjas? y el recurrente, a lo mejor ya no vino o se fue por otro lado, a cada minuto más me convencía de que la experiencia tenía que ser, en efecto, lo mejor que le puede pasar a un escuincle de once años o qué caso de estar padeciendo todo eso. Estaba listo para la mística experiencia que transformaría mi ruin alma perdida en otra reluciente y cantarina.

Y entonces… pasó el papa.

De repente creció el bullicio, aparecieron los motociclistas, se-ve-se-siente-el papa-está-presente, desaparecieron los motociclistas, el bullicio se desinfló y, cinco segundos después, ahí estaban de regreso ya: nuestras patéticas vidas de siempre.

Hubo lágrimas, sí. Gente que agradecía al cielo a grito pelado. Chance y hasta uno habló en lenguas. (O tal vez fueron el sol y el tlapehue, quién sabe.) Y me acuerdo que nosotros, los chicos, medio quisimos seguir el juego (a lo mejor por miedo a perder nuestros domingos por toda la eternidad) pero la verdad es que verle la espalda a un viejito de bata blanca pasando hecho la mocha por Insurgentes distaba mucho de ser lo mejor que te puede pasar en la vida.

En todo caso, nuestras patéticas vidas era lo único que aún conservábamos con nosotros. Y seguimos con ellas.

Lo mismo que Juan Pablo II. Sufrió un atentado. Volvió a México varias veces (ninguna de las cuales se me ocurrió irlo a perseguir por la calle). Envejeció. Bastante. (En sus últimos días, de hecho, tengo la teoría de que ya llevaba su tiempito muerto pero, siguiendo la sana tradición evangélica, algún espontáneo lo sacaba de la tumba nomás por flojera a organizar un cónclave). Y al fin, naturalmente… sí se murió. Para siempre. Luego, lo sucedió un papa que hacía llorar a los niños cuando se reía y, finalmente, el primer papa que ha leído a Mafalda y ha cebado un mate exitosamente.

Todo este rollo para contar que Bruno expresó su deseo de ir a ver al papa, ahora que éste se dé la vuelta por las calles de nuestra maltrecha ciudad. Y aunque sé que lo pide del mismo modo que pedía ayer ver el super tazón, es decir, por ir con la bola, sí me encargué de poner las cosas en claro ante todo. ¿Ves el señor de la papelería de enfrente, el viejito que tan amablemente te saluda? Bueno, pues haz de cuenta, pero con bata blanca, de espaldas y pasando hecho la mocha.

Hubo un tiempo en que Juan Pablo II me cayó bien. Cuando besó el suelo mexicano por primera vez. Luego me enteré que hacía la vista gorda con las porquerías de sus subalternos. Entre otras chuladas. Y me dejó de caer bien. Para siempre.

Cierto que cada quien es libre de seguir la creencia que quiera. Y hasta de perseguir a un hombre en bata blanca por la calle. Pero siempre y cuando no olvidemos que el sujeto es tan humano, bondadoso o despreciable, como cada uno de nosotros. Y que es muy probable que rife más estrecharle la mano al viejito de la papelería de enfrente.