Andábamos en los veintitantos. Debe haber sido un viernes por la noche. Rondábamos por la Zona Rosa, casi seguro que sin un centavo en los bolsillos y buscando que la suerte nos sonriera de alguna forma. Entonces, a la salida de un antro, vimos una chavita, a todas luces menor de edad, completamente ebria, sentada en el suelo, recargada contra la pared. Ante la indiferencia de todo el mundo, nosotros íbamos a pasar de largo también (el usual “not my problem”), cuando a uno de nosotros se le hizo que no era onda mostrarse indiferente y se detuvo.
Traigo a cuento esta memoria porque creo que vale la pena rescatarla, porque él no va a contarla nunca y es de esas cosas que, por los tiempos que corren, no deberían sumirse en el olvido.
No lo sé. Tal vez pensó en nuestras propias amigas, primas o hermanas (ninguno tenía novia en ese momento); o en ella misma y en lo que pensaría si se viera estando sobria; o tal vez simplemente no se le hizo onda. El caso es que mi amigo Juan Kasuga se detuvo, se acuclilló y platicó con ella como pudo. Entre el balbuceo de los vapores etílicos le sacó un teléfono y, desde una caseta pública (no había celulares aún) marcó a su casa y nos quedamos todos con ella hasta que llegaron sus papás en coche a rescatarla. Jamás olvidaré la cara de los señores al bajarse del coche, el rostro mismo de quien recupera algo hermoso que, por horribles minutos, creyó perdido. Y aunque nos agradecieron a todos, hay un solo héroe en esta historia.
En estos días ha adquirido mucha notoriedad la violencia contra las mujeres. Me sobrecoge leer por todos lados la bajeza con la que muchos de mis congéneres tratan a las mujeres. Ya sea una nalgada en la calle o una violación en grupo, de pronto los medios y las redes se han poblado de este tipo de historias espantosas. ¿Es que de repente se desataron el machismo, el acoso y el abuso a grados escandalosos que no ocurrían antes? No. Tristemente siempre han estado ahí. Lo que en realidad ha cambiado es que las mujeres ya no se están quedando calladas.
El escándalo de los Porkys no es nuevo. Lo nuevo es la denuncia. El documental The Hunting Ground no muestra crímenes recientes; lo reciente es la denuncia. El ataque a Andrea Noel en la Condesa tristemente no tiene nada de novedoso; lo inédito es la rabia, la respuesta, la denuncia. Recuerdo que hace algunos años asistí al estreno de la obra “Si un árbol cae” de mi hermano Javier en compañía de un amigo. La obra habla sobre la trata de personas y no te deja nada indiferente. Al salir de la obra, mi amigo y yo nos fuimos caminando al metro. En ese breve trayecto me contó las experiencias de abuso que habían sufrido todas (sí, todas) las mujeres de su familia; algunas afrentas graves, otras no tanto, ninguna trivial. Me fui a mi casa pensando si no será que todas las mujeres en México tienen una historia de abuso que contar. Así que me puse a preguntar. El resultado me horrorizó. Sí. Ya sea una nalgada en la calle o…
En fin. De horror.
Pienso en mi hija, aún fuera de la estadística, y se me rompe el corazón en mil pedazos.
Cierto. No todos los hombres son como los Porkys. Hay algunos como Juan Kasuga. Pero… si la gran mayoría de las mujeres en México han pasado por algún tipo de afrenta sexual, ¿por qué no estamos actuando TODOS en consecuencia?
Este rollo kilométrico por una sola razón. Para agradecer públicamente a todas aquellas mujeres que se han decidido a levantar la voz. Gracias por no quedarte callada. Gracias por no resignarte al silencio. Gracias por decir “no más”. Porque no hay otra manera de lograr el cambio. Porque no hay otra forma de conseguir un mundo en el que te sientas, al fin, cómoda y segura. Lo voy a decir crudamente, pero de veras así lo siento: un mundo en el que te puedas emborrachar (a eso tienes derecho y más) sabiendo que los hombres a tu alrededor te llevarán en brazos a tu cama; siempre a tu cama; nunca a la de ellos.
Por mi hija, por todas las niñas aún fuera de la estadística, gracias de veras por levantar la voz.