Aura mística

 
Es absolutamente cierto que dar una charla en una escuela donde leyeron un libro tuyo (y que además les gustó) es lo más cercano que puedes estar de sentirte un rockstar. Por espacio de una hora o algo así los chicos te aman y hasta las maestras parecen detectar un aura mística que emana de ti porque te preguntan cada cinco minutos, durante la firma, si en verdad en verdad en verdad no se te ofrece nada.

Pero también es absolutamente cierto que, al volver a tu casa, el cerro de trastes sin lavar sigue en el mismo sitio, las deudas del mismo tamaño y tus personajes en el mismo lugar donde los dejaste. “Por si te importa, inconsciente, llevo volando en círculos dos días”, aventura a quejarse un dragón de vez en cuando.

Con todo, no falta el muchacho que, increíblemente, sorprendentemente, no sólo apunta el URL que ofreces al final sino que, milagrosamente, extraordinariamente, también echa mano de él.

El asunto es que me tardé en dimensionar lo importante que es, en la vida de un autor, que un chico, dos semanas después de haberlo visitado, te pregunte por qué le pusiste Héctor a Héctor. O Margot a Margot. O en qué te inspiraste para.

Me tardé en dimensionar lo valioso que es que no te contacten para pedirte la exégesis de tu obra o que les recomiendes autores latinoamericanos o tips de escritura de novela fantástica sino…

Por qué le pusiste Margot a Margot.

Oiga, señor Andersen, ¿por qué se le ocurrió que el patito feo fuera feo?

Guardadas las proporciones, la pregunta menos trabajada es la que te hace sentir más el cariño (¿Cierto, Hans?) Porque es la pregunta más inocente. La que sirvió de pretexto a un niño para que, dos semanas después, se animara a escribirte porque… (y aquí es donde se quiebra la voz un poco)… porque aún se acuerda de ti.

Con todo, ojalá los trastes se lavaran solos, eso sí. O que la mentada aura (que en realidad ha de ser que ese día se te olvidó ponerte desodorante) ayudara un poco a sacar la chamba a tiempo.