A veces las cosas…


 
La noche del 5 de enero es especial. El aire se carga de esperanza pero también, a veces, de tristeza.
Principalmente son los niños los que se van a la cama llenos de esperanza. Y principalmente son algunos adultos los que se quedan despiertos toda la noche, lidiando con la tristeza.
Por ejemplo, en este relato, hay que poner la mirada en Bernardo. Tiene 35 años y en este momento, se siente como un pedazo de trapo. Se encuentra fumando afuera de su casa, en una colonia de gente pobre. Hace frío y ni el humo del cigarro lo calienta. Su hija Valentina ya se ha dormido. O al menos eso es lo que él cree.
Mientras fuma con la espalda recargada en la puerta, lo aborda un vecino. Conversan un poco y el vecino le pregunta qué le preocupa. Bernardo le confiesa que Valentina. Le parece que no recibirá lo que pidió en su carta a los reyes magos: una muñeca electrónica de esas que lloran de a deveras.
Aquí conviene recordar que los padres a veces pueden anticipar si sus hijos recibirán los regalos que pidieron; nadie sabe cómo es que pueden adivinarlo, es un misterio universal, pero es completamente cierto que así ocurre. Y a veces eso les rompe el corazón.
El vecino miró con simpatía a Bernardo, aunque lo conocía poco. Para él había sido un buen año, pero no para el papá de Valentina, quien se encontraba desempleado desde noviembre.
El vecino entonces lo tomó de un brazo y lo miró como lo hubiese mirado alguien que lo conociera desde siempre y quisiera transmitirle que a veces las cosas, simplemente, se resuelven. Iba a decir algo pero no dijo nada porque, en ese momento, lo llamó su mujer, del otro lado de la calle.
Y se despidieron.
Bernardo apagó el cigarro contra un poste, guardó la colilla en su saco maltrecho y se dispuso a entrar a su casa. Pero en ese momento se abrió la puerta.
Era Valentina, en piyama. En su rostro había una clara desesperación.
—¿Qué pasa, hija? ¿Qué tienes?
Valentina le mostró lo que llevaba en las manos.
—¡Es horrible, papá! ¡Estaba en el patio trasero!
Bernardo creyó que le mostraría un ángel muerto. Pero no. Se trataba de un globo desinflado, de cuyo cordel pendía una carta dirigida a los reyes magos.
—¡Es horrible! –insistió la niña de siete años—. ¡Este niño no recibirá nada porque su carta nunca llegó al cielo!
Bernardo tomó el sobre que decía con letra infantil: “Melchor, Gaspar y Baltasar”
—Es una pena pero, ¿qué le vamos a hacer?
—¡Papá, ve a comprar un globo nuevo, por favor, y reenviamos la carta nosotros!
A Bernardo se le encogió el corazón. ¿Habría algún niño con más esperanza en ese momento en el mundo que Valentina? ¡Y pensar que era posible que no recibiera la muñeca electrónica que llora de a deveras, ella que se había portado tan bien durante el año!
Bernardo no supo negarse. Le dio un beso a su hija y le prometió que iría a comprar un globo nuevo. Valentina volvió a su casa; estaba acostumbrada a quedarse sola y no tuvo miedo; además, tenía la esperanza de poder ver a los reyes llegar a su casa (aquí entre nos, por eso no se había dormido aún).
Bernardo no encontró ya a ningún vendedor de globos por ningún lado. Pensó en echar la carta a un bote de basura, pero no podía hacerle eso a su hija. Así que volvió a su casa arrastrando los pies. ¿Habría algún hombre con más tristeza en ese momento en el mundo?
—¡No puede ser, papá! ¡Este niño no recibirá lo que pidió y pensará que fue su culpa! –le espetó Valentina.
—Sí, qué lástima. ¿Pero qué le vamos a hacer?
En ese momento Valentina fue osada como son los niños cuando tienen que ayudar a los adultos a hacer lo correcto. Abrió la carta frente a su padre y la leyó.
—¡Es maravilloso, papá! ¡Se llama Miguel, tiene siete años y aquí puso su dirección!
“Oh, no” –pensó el padre, aunque no dijo nada.
—¡Nosotros podemos llevarle lo que pidió! –dijo Valentina—. ¡Y así no se enterará que los reyes no recibieron su carta!
Bernardo tomó el papel, de letra grande y con faltas de ortografía.
“Queridos reyes magos. Quiero que mis papás se perdonen. Y un camión de bomberos.”
—Es que… —suspiró Bernardo, pero no fue capaz de agregar nada.
Valentina se puso un abrigo sobre la piyama y se subió a la carcacha de su papá, quien pensaba que apenas tenía dinero para comprar un camión de bomberos no muy grande y casi nada de gasolina en el tanque.
Nadie sabe por qué, al parecer es un misterio universal, pero es cierto que la noche del 5 de enero hay muchas jugueterías abiertas. Y Valentina escogió un camión de bomberos muy bonito y no muy grande para Miguel.
Hasta que ya iban hacia allá se dio cuenta Bernardo de que la dirección de Miguel era en una colonia de gente rica. Estaba a punto de desplomarse bajo toneladas de tristeza pero vio a Valentina en el borde del asiento y algo creció en su interior, algo que casi había olvidado que existía y que lo hizo sentir como si él mismo tuviera siete años.
Llegaron. El plan era entrar como bandidos y dejar el camión a un lado del zapato de Miguel pero no contaban con que, afuera de la casa del muchacho, se encontrara una mujer de ojos llorosos, fumando, recargada en la puerta.
—Debe ser la mamá de Miguel –dijo Valentina.
—Dale el regalo a ella y salgamos pitando de aquí –exclamó Bernardo.
—No. Dáselo tú. A mí me da pena –confesó Valentina.
Bernardo apagó el auto y se apeó con el camión y la carta en sus manos. No supo qué decir y le entregó a la señora ambos. Ella leyó la carta y se sintió como un pedazo de trapo. Bernardo no la conocía pero la tomó del brazo y la miró como la hubiese mirado alguien que la conociera desde siempre y quisiera transmitirle que a veces las cosas, simplemente, se resuelven.
Subió al auto y, una vez que reinició la marcha, miró a Valentina mirando a la señora mirándolos a ambos alejarse.
En el camino, Valentina fue rendida por el sueño y él tuvo que cargarla en brazos por las cinco cuadras que se quedaron cortos al agotarse la gasolina. Ya era seis de enero.
Y lamentó que ella no estuviera despierta al atravesar la puerta de su casa porque toda su tristeza fue intercambiada en un segundo por eso que él había olvidado que existía y que de niño lo hacía mirar al cielo con la certeza de poder ver tres siluetas surcando el firmamento.
Alguien había entrado como un bandido por la ventana. Al lado del zapato de Valentina estaba una muñeca electrónica de esas que lloran de a deveras.
Y Bernardo pensó que a veces, simplemente, las cosas se resuelven.
Aunque también pensó, al depositar a su hija en su cama, que no, que eso de simple no tenía nada. Siempre hay una persona buena detrás de cada milagro verdadero.

 
 
Toño Malpica