Él tenía siete; ella siete y medio.
Nunca antes se habían visto.
Y esa primera vez no fue muy afortunada. Él pasaba por ahí. Ella había perdido su cometa naranja.
Él hubiera querido no detenerse. Pero lo hizo.
Entre las ramas de aquel árbol tan alto, la cometa naranja.
Fue cosa de un par de segundos. Ella le sonrió y lo miró con esos ojos grandes como lagos. Y aunque no dijo nada, él supo leer en ellos algo así como: “¿Podrías…?”
Y él pensó,
aunque no dijo nada, “Qué lata”.
Y trepó al árbol.
Él tenía doce; ella, doce y medio.
Y estudiaban en el mismo salón de clases desde hacía seis meses.
Ella era mejor para los deportes. Él, para las matemáticas.
Él hubiera querido mirar hacia otro lado. Pero no lo hizo.
A una butaca de distancia, ella mordía un lápiz. Su hoja de examen prácticamente en blanco.
Él no supo ni cómo ocurrió. Ella sólo le sonrió. Y él cayó en esos ojos grandes como océanos. Y aunque ella no dijo nada, él leyó en ellos algo así como: “¿Podrías…?”
Él refunfuñó echando los ojos al cielo.
Y, cuidándose del profesor, giró su hoja de examen.
Él tenía diecinueve; ella, diecinueve y medio.
Y llevaban saliendo por más de ocho semanas. Ella no apartaba los ojos de la pista de baile; él insistía en que le dolía la rodilla.
Bebieron toda la tarde del mismo vaso, y a veces de la misma melancolía.
Él trató de desviar la mirada, pero ella no se lo permitió.
Al final él cayó, claro, en su sonrisa y en esos ojos enormes como continentes. Y aunque ella no dijo nada, él pudo leer perfectamente en ellos algo así como “¿Podrías…?”
Él hizo una gran mueca.
Y se puso de pie para tomarla del talle.
Él tenía veintitrés; ella veintitrés y medio.
Y se sostenían de las manos frente a una gran audiencia.
A ella los nervios le hacían explotar en carcajadas, cosa que la hacía disculparse a cada momento. Él sólo negaba, abochornado.
El ministro no dejaba de hacerles preguntas. Y él trataba de fijar la vista en los vitrales. Pero ella y su sonrisa no se lo permitieron.
Terminó, claro, perdiéndose en esos ojos grandes, grandes, grandes como planetas. Y aunque ella no dijo nada, él captó en el aire algo así como “¿Podrías?”
Y soltó un bufido imperceptible antes de decir...
“En lo próspero y en lo adverso”.
Él tenía treinta y cuatro; ella treinta y cuatro y medio.
Y nunca habían viajado a otro país.
Pero se detuvieron frente a ese escaparate de aquella agencia de viajes. Y ella y los niños no dejaron de hablar de conocer la nieve y cantar villancicos en otro idioma y mandar postales a todo el mundo y…
Él incluso desvió la vista y miró el reloj y contó mentalmente hasta cincuenta, sesenta, setenta….
Pero claro, al final, en el reflejo del escaparate, esa condenada sonrisa y esas dos galaxias llenas de estrellas. Y una sola pregunta en el aire.
Él hizo un cálculo mental, una rabieta no tan mental…
Y entró a pedir informes.
Él tenía cincuenta y nueve; ella cincuenta y nueve y medio.
Y a la mesa del comedor, el silencio. Las doce de la noche y la nieta mayor aún de fiesta.
Él hubiera querido poner atención al televisor,a esa película policiaca que nunca había podido ver completa. Pero ella no se lo permitió.
En los comerciales, en un descuido, cuando iba al baño, él se descubrió arrebatado por aquella sonrisa y precipitándose en el vacío de ese par de inagotables universos.
Y no bien sonó el teléfono, en el aire aquella pregunta que...
“Sí, sí, sí”, refunfuñó al agarrar un suéter.
Tomó las llaves del auto y supo que volvería a quedarse sin saber quién demonios era el asesino.
Él tenía setenta y cuatro; ella setenta y cuatro y medio.
Ella habia perdido el cabello. Él la esperanza.
No dejaban de sostenerse la mano. Y el monitor del hospital no dejaba de emitir su peculiar sonido.
Él hubiera deseado no querer mirarla tanto. Pero ella no se lo permitió.
Cuando él cedió al impulso, ya no estaban ahí esos espejos, esos mares, esos mundos. Apenas un riachuelo que corría de la pestaña izquierda, a la mejilla, a la última sonrisa.
En el momento en el que entraron las enfermeras a toda prisa, ante el súbito silencio del monitor, él se quedó esperando una pregunta particular…
Que nunca llegó.
Por primera vez sintió que no podía hacer nada. Por primera vez se hizo a un lado.
Él tenía ochenta y uno; ella setenta y cuatro y medio.
Él hubiera querido dedicar sus días a algo distinto. Pero ella no se lo permitió.
Así que tomaba siempre el mismo autobús, se bajaba siempre en la misma parada, caminaba siempre el mismo sendero y se sentaba a leer en voz alta siempre frente a la misma lápida.
Y le bastaba cerrar los ojos para ser atrapado por esa sonrisa y despeñarse en esos dos cosmos que ahora sólo lo miraban cuando lo rendía el sueño.
Como ocurrió justo aquel día en que él tenía ochenta y uno y ella setenta y cuatro y medio y el libro se desplomó hacia el suelo y el sol fue tragado por el horizonte y él, simplemente, ya no despertó.
Lo cual estuvo bien porque, un segundo después…
Él tenía siete; ella siete y medio.
Y lo estaba esperando en ese hermoso jardín porque… bueno, había perdido su cometa naranja.
Entre las ramas de aquel árbol tan alto.
Fue cosa de un par de segundos.
Ella le sonrió y lo miró con esos ojos grandes como sus dos vidas juntas.
Y aunque no dijo nada, él supo leer en ellos.
“Claro que puedo”, pensó. “Por ti, siempre puedo.”
Y, refunfuñando como siempre, claro está…
…trepó a aquel árbol.
Toño Malpica