Glosofobia

 
Según Jerry Seinfield, hablar en público es el miedo #1 en una persona promedio. Morir es el #2. No. No tiene mucho sentido, pero si evocas ese momento en el que pasaste por primera vez a “dar la clase” frente a tus compañeros en la secundaria, muy probablemente recordarás que pensaste que, si caías muerto en ese mismo instante, seguro obtendrías más simpatía que al estar hablando de las monocotiledóneas. Con la edad no mejora. Recuerdo la primera vez que tuve que hablar frente a un salón de clases ya siendo autor. Me presentaron y me pasaron el micrófono. Sin guión ni nada. Puesto que llevaba un libro para regalar, lo único que se me ocurrió fue convertir eso en una especie de programa de concursos que no terminó en linchamiento sólo porque la directora hizo sonar su silbato. También les puedo hablar de aquella vez que me dejaron solo en un salón de preescolar y los niños se amotinaron. O aquella vez que me pusieron a medio patio, bajo el sol ardiente y a cinco minutos de la hora de salida, a dar mi plática. Pocas veces he temido más por mi vida. Claro, después de varios libros publicados, cuando en el aula ya leyeron alguno tuyo y te aplauden al ingresar y ponen atención y hasta te piden foto al final, la cosa mejora bastante, aunque el miedo se mantenga. Y dejas de desear que caiga un meteorito a media charla. Además es un ratito. Después te vas a la seguridad de tu casa y te encierras a veinte candados si te apetece. Pero no deja uno de pensar en todas esas personas que se someten todos los días al #1 frente a grupos de más de diez sujetos, todos ellos convencidos de que estás ahí sólo porque te aburres tanto en tu casa que prefieres ir a hablarles de las monocotiledóneas. No deja uno de pensar que hay que ser valiente. Y mucho. Ya ni hablar de lo contumaz o lo testarudo. Porque todos alguna vez formamos parte de ese grupo de más de diez y pensamos que esa señora, ese señor, bien podrían estar en su casa viendo la tele en vez de estar atormentándonos durante un año enterito. Y en cambio, ahí estaban, obstinándose, día con día, a veces con fiebre o con algún pesar o hasta volviendo del velorio de algún ser querido. Día con día. Mes con mes. ¡Un año enterito! Y por eso siempre terminaban las cosas mal. Uno quería odiarlos hasta el último día y no. ¡Qué va! Terminaba uno encariñándose. Mucho. Preguntando si nos tocaría el año siguiente con la misma señora, el mismo señor, ojalá, ya ves que aquel día que se me olvidó el lunch me convidó del suyo y ya ves que el otro día me prestó un libro que a la fecha no le devuelvo. No, no deja uno de pensar en tales personas y por ello, creo, lo correcto es rendirles un mínimo tributo. Aunque sea por mera retribución. Porque estoy seguro de que aquella vez del motín en preescolar lo que verdaderamente me salvó la vida fue el grito de “¡Niños! ¡Dejen al escritor! ¡Vuelvan a sus lugares!” que se escuchó al abrirse la puerta. Y que yo sentí como cuando un héroe, en un libro, espada en mano, valiente y tenaz, devuelve el orden al universo. Como suelen hacer dichas personas. Y gracias, de veras, por ello.