Pienso en lo que sería hoy de mi vida si en vez de trivializar lo que ocurrió esa semana, hubiera desconectado el internet. O borrado para siempre la aplicación. O destrozado la televisión, el celular, el resto de los aparatos con mis propias manos. Pero hay sucesos que no se pueden cambiar.
Vidas que no se pueden recuperar.
Y no me lamentaría si no fuese por lo mucho que lo extraño. Si no fuese porque justo hoy cumpliría siete años.
Era un domingo cualquiera aquel en el que, en su perfil de Streaming, apareció esa sugerencia. A pesar de que el contenido estaba restringido para un niño como él, ahí, entre otros programas inofensivos, una película de nombre “Casilda”. El recuadro mostraba la imagen de una niña con uniforme escolar y manos ensangrentadas, mirando al frente de forma provocativa.
Yo acababa de reconectar su televisión al internet y por eso me di cuenta. Me pareció inapropiada la recomendación pero ahí, en su presencia, preferí no hacer comentarios. Lo puse a ver otra cosa y fui a mi televisión a cerciorarme de que se tratara de una pésima selección de cartel pero que el contenido sí fuese para niños.
En la búsqueda no me apareció nada con ese título. Sólo al entrar al perfil del niño me desplegó de nueva cuenta la sugerencia. En la reseña no había nada. En el año de la producción tampoco. La única información eran el título y la imagen.
Decidí reproducirla.
Apenas dos minutos con treinta y cuatro segundos. Tal vez los más perturbadores de mi vida. Varios niños con uniforme escolar, comandados por la niña de la imagen, cometían un espantoso asesinato.
No abundaré en el detalle. Sólo diré que ocurría en una especie de mazmorra. Y que había sangre. Mucha sangre.
Ante el horror de que mi hijo viera eso por curiosidad o casualidad, desconecté la corriente de nuestro departamento y alegué que nos habían cortado el suministro. Me lo llevé a comer fuera. Y al cine. Al volver a casa, lo acosté y me dispuse a exigir una explicación por todos los medios. En el servicio de Streaming nadie sabía nada del corto. Les mandé por correo una foto de la pantalla donde decía “Nuestra selección para Rodrigo”. Adujeron un posible virus. Me pidieron que desinstalara la aplicación y la volviera a instalar. Así lo hice y… santo remedio.
“¿Podemos hacer algo más por usted?” “No, muchas gracias”.
Eran las dos de la mañana cuando me despertó un llanto. Mi hijo veía con terror el breve corto en su tele. Apenas alcancé a apagar el aparato, antes de que la víctima diera su último y desgarrador alarido. De nada sirvió que intentara consolar al muchacho con lo usual: “son efectos especiales”, “son actores profesionales”, “nada de eso es real”. De nada sirvió. Acaso porque los gritos y el horror y la sangre se veían -se sentían- más que reales.
Después de una noche llena de sobresaltos, al fin amaneció y lo llevé a la escuela. A solas en casa intenté buscar una solución por mi cuenta. El google no me arrojaba nada; el corto no existía; el virus tampoco.
Decidí que no valía la pena. “Son efectos especiales, actores, mentiras”, me dije.
Reinstalé la aplicación. Creé un nuevo perfil para el niño, con un nombre distinto. “Si te vuelve a salir, no lo veas y ya”, fue lo que le sugerí por la tarde.
Ya de noche me llamó desde su cuarto. Ahí estaba de nuevo la recomendación. “No lo voy a ver”, me aseguró. Lo arropé y felicité por haberlo superado.
A la hora de levantarse para ir al colegio, lo encontré fascinado mirando el crimen. Apagué el aparato enseguida. “¿Qué haces?” No me respondió. Parecía feliz. Tal vez demasiado. Se dispuso a alistarse de inmediato. “No me da miedo, mamá” fue lo único que le saqué mientras lo llevaba en el auto.
Después de eso, creí que todo estaba resuelto. Veía sus programas usuales y se comportaba normalmente. Pero tampoco dejaba de ver “Casilda”. Una, o dos, o tres veces por día. Entre un programa y otro, principalmente.
El jueves salimos al dentista y me pidió mi celular en la sala de espera. Miró el corto sin volumen como quien mira algo humorístico, incluso lo vi sonreír, aunque yo hacía todo lo que podía por cubrir la pantalla con mi cuerpo.
De regreso charlamos de cualquier cosa. Sus tareas. Sus compañeros. El videojuego que le compraría si sacaba buenas calificaciones.
Y por la noche, lo acosté como siempre.
Pero más de una vez escuché gritos que salían de su televisión. Y más de una vez adiviné su risa y ese extraño dejo de satisfacción que surgía de ella.
El viernes, de camino a la escuela, prefirió mirar el video en su tablet todo el camino que charlar conmigo. Algo había de impúdico en su mirada. Me propuse hacer algo al primer rasgo de anormalidad que detectara en su comportamiento... pero no llegamos a ello. Ese viernes, después de acostarlo y pedirle que no mirara la televisión durante la noche, me dijo que se sentía mucho muy afortunado. Y se durmió cantando algo en una lengua para mí desconocida.
Fue la última noche que pasó en su cama.
En mis sueños, alguien llamó a la puerta de la casa. Abrí con pesar debido a la hora. Era Casilda. Sus ropas y manos estaban limpias. “¿Puede Rodrigo salir a jugar?” Mi hijo, detrás de mí, ya se había alistado como para ir a la escuela. “Ve”, dije, a sabiendas de que era un sueño.
Pero antes de despedirse, él exclamó: “No me da miedo, mamá”.
Y cruzó la puerta.
Y yo lo vi caminar con ella, por la calle oscura, a través de la ventana.
Por la mañana, previsiblemente, su habitación estaba vacía.
Y en su perfil…
…dejó de aparecer la sugerencia.
Pienso en lo que sería hoy de mi vida si en vez de fingir que todo estaba bien, hubiera desconectado para siempre el internet. Si nos hubiéramos marchado lejos.
Al bosque o al desierto.
O a la montaña.
Seguramente hoy no estaría apagando las siete velas de un pastel a las que nadie ha de venir a soplar.
Ni estaría haciendo llamadas o pagando anuncios o llenando formas.
“Disculpe usted… ¿Lo ha visto?”
Día con día, sin embargo, entro a su perfil. Guardo la esperanza de que aparezca de nueva cuenta aquella sugerencia, aquel cartel. Y yo pueda regocijarme en sus ojos, en su sonrisa, en la complicidad con los otros niños.
Y pueda confirmar que es verdad que no tiene miedo.
Toño Malpica