Felices, Juntos

 
Un cuento para combatir el aislamiento.
 

 
Constanza y Vidal tenían 19 meses de verse en el mismo café.

Se conocieron ahí una tarde en la que, a falta de lugares, compartieron mesa.

Desde entonces comenzaron a sentarse juntos, ella a tomar café cargado y él, té de bolsita.

No podían ser más distintos. A ella le chiflaban las películas de acción, a él las de época. A ella las novelas de terror, a él las de época. A ella la música contemporánea, a él la de otras épocas. Ella vivía con su madre, quien seguía regañándola por no ordenar su cuarto; él vivía solo y era un maniático de la pulcritud. Ella vivía en una planta baja, con amplia vista a la calle; él, vivía en un piso 11 con vista al cubo central. Ella trabajaba en oficina, él en casa.

Y nunca se habían tocado.

Excepto por aquel roce fugaz, cuando en la radio sonaba “Happy together”, al momento de intentar tomar, al mismo tiempo, la última galleta del plato y que los hizo sonrojar, no se habían tocado ninguna otra vez.

Siempre se saludaban con un ademán y se despedían con un gesto.

Con todo… se habían aficionado a ese café y a esas tardes donde, de seis a siete y media de lunes a viernes, no hacían más que discutir qué película o qué novela o qué música era mejor que otra. Luego, cada quien pagaba lo suyo y se despedían con una sonrisa rota.

A veces, cuando uno de los dos faltaba, mandaba un mensaje al otro, por celular, explicando. Un imprevisto de salud, un imprevisto en la oficina, un imprevisto de cualquier tipo… al final siempre los vencía la rutina, siempre regresaban, y siempre volvían a su gozosa dialéctica de tarde quieta.

Un día corrió el rumor de un virus que rondaba la ciudad. Hablaron poco de ello y siguieron con el forcejeo verbal de siempre.

Otro día, el rumor ya era una realidad. Hablaron bastante de ello y dejaron el forcejeo para otra ocasión.

Otro día más y él ya no se presentó. “Quédate en tu casa”, decía su parco mensaje en el celular. Ella negó con la cabeza y se preció de tener todas las galletas para ella sola.

Tres días más y ella encontró el café cerrado. El mensaje de Vidal lo recibió en plena calle. Y respondió: “En mi oficina siguen trabajando” con un emoji mostrando la lengua.

Pasó una semana y la oficina cerró. Constanza se vio entonces, repentinamente, obligadamente, en su casa mirando a la calle por la ventana.

“Lo mejor de esto”, dijo Doña Fer, su madre, “es que ese tal Vidal ya no te hará perder más el tiempo. Habrase visto un tonto mayor. Ojalá que ahora sí te fijes en el vecino del seis, quien siempre me pregunta por ti”.

Intentaron, ella y Vidal, mantener la rutina por mail y por teléfono y por videollamada pero no era lo mismo y a la semana… eso se perdió.

Fue hasta ese momento que Constanza lloró.

Lo más interesante… es que Vidal también. A su modo.

¿Diecinueve meses y de repente una pantalla?

No, no era lo mismo.

Días y días. Él mirando al cubo central, ella a la calle vacía, el mundo a las noticias.

Por eso aquella tarde lluviosa en que no recibió el mensaje de siempre, “¡Espero que estés guardada en casa!”, Constanza se preocupó. Y pensó en llamarle directamente. Y pensó en el hangout, el zoom, el facetime, el whatsapp…

Pero lo único que en verdad la hizo sentir mejor fue correr directamente a la puerta. Su anciana madre la miró angustiada. Y Constanza se detuvo de golpe.

Se quedó con la mano en el pomo, pensando si debía desinfectársela en cuanto lo soltara, pensando si su madre no tendría razón y lo mejor sería aceptar como amigo en el Facebook al vecino del seis.

Se separó de la puerta luchando por no llorar y fue a la ventana.

En la radio, repentinamente, obligadamente, empezó a sonar “Happy together”.

Y entonces Constanza supo que todo, en algún momento, terminaría. Y muchas cosas cambiarían. Y serían para bien.

Del otro lado del vidrio, Vidal, empapándose, tenía la palma de la mano puesta sobre el cristal.

El mundo seguía mirando a las noticias. Ellos, entre sí.

Y se tocaron sin tocarse por primera vez y por todas las veces.

Doña Fer, claro, gruñó un poco pero, después de un rato, como nosotros, como cualquier persona que sabe que hasta los tiempos más feroces, en algún momento quedan atrás… sonrió también. A su modo. Porque Vidal echó a correr a los pocos minutos, ansioso por llegar a su casa a echar mano, desde luego, del hangout, el zoom, el facetime, el whatsapp…
 
 
 
Toño Malpica