Lupita se sentó cómodamente.
Puso su lonchera sobre su escritorio y la abrió.
Había estado esperando este momento por varias semanas. Y al fin había llegado.
Su mamá estaba de visita en su casa y le había preparado el sándwich justo como lo hacía cuando ella era niña. Con ciertos añadidos de abuela experimentada que mejoraban notablemente el lunch.
Era la hora del recreo y el salón de clases estaba vacío.
Pero no porque los niños estuvieran en el patio, jugando.
Todos habían salido temprano a un paseo escolar.
Así que tenía el aula de sexto grado para ella sola.
Y el lunch para ella sola.
No habría modo de que se presentara algún chiquillo como a veces le pasaba, en pleno recreo.
Y mirara su lunch con codicia. “¿Me convida, miss?”
A lo que ella invariablemente respondía: “Bueno.”
No habría modo de eso ni de que le intercambiaran su sándwich por unas papas. O por un pedazo frío de pizza. Como a veces le pasaba. No, señor.
Así que se repantigó en la silla y extrajo el lunch que le había preparado su mamá, de visita en su casa. Aquel sándwich de dos pisos con la superficie semitostada, las varias rebanadas de carnes frías y legumbres y aderezos. La lechita en tetrapack. Las dos galletas.
Se dispuso a morder cuando… se sintió observada.
Y en efecto. Un par de ojitos la miraban del otro lado de la ventana.
Aunque lo intentó, no pudo continuar. Fue a la puerta.
“¿Qué pasó, Pedrito? ¿Por qué no fuiste al paseo escolar?”
“Es que no traje el permiso firmado, miss. ¿Puedo quedarme un rato con usted?”
A lo que ella, invariablemente, respondió: “Bueno.”
Pedrito, que ni siquiera pertenecía a ese salón, se sentó en una butaca del frente. A observarla.
Lupita lo intentó, pero no pudo continuar. Entonces llamaron a la puerta.
“La busca la directora, miss”, dijo aquel prefecto.
Y Lupita supo que todo estaba perdido. Ni modo de llevarse el sándwich. Ni modo de guardarlo en la lonchera, evidenciando así que no confiaba en aquel niño de segundo grado. Ni modo de comérselo a la carrera. Todo perdido.
Suspiró y fue a la oficina de la directora. A los cinco minutos, que volvió corriendo, pensó que ya no encontraría ni migajas. Pero no. El sándwich estaba íntegro. Y la leche. Y las galletas.
Tomó asiento. Quiso continuar pero no pudo.
“¿A qué horas vienen por ti, Pedrito?”, preguntó con pesar.
“Hasta la hora de la salida, miss”.
“No me digas. ¿Y por qué tan tarde?”, siguió preguntando, aún con más pesar.
“Porque hasta esa hora sale mi mamá de trabajar”.
“Pero sí traes lunch, ¿verdad?”, se atrevió a indagar, padeciendo el pesar más pesaroso de todos los pesares.
“No.”, respondió Pedrito.
Lupita ya no quiso ni indagar porqué. Suspiró. Y luego fue la más valiente maestra del mundo. Porque lo siguiente no lo susurró ni lo dijo entre dientes ni nada por el estilo.
“¿Quieres?”
A lo que Pedrito, invariablemente, respondió: “Bueno”. Y se comió tres cuartas partes del sándwich, una galleta y la mitad de la leche.
Pero le dedicó un dibujo a la miss Lupita antes de que su mamá pasara por él. Uno de naves espaciales aterrorizando la ciudad, con llamas y explosiones y toda la cosa.
Y Lupita supo, como a veces le pasaba, que eso compensaba el día entero.
Con todo cariño para nuestros queridos maestros, en este día de aulas vacías
Toño Malpica