Fast and furious


 
De niños, los Malpica Maury salíamos de vacaciones muy poco y muy cerca. Por eso atesorábamos cada vez. A eso hay que añadirle que mi papá no era nada aventurero. O íbamos con reservaciones hechas o mejor ni poner un pie fuera de la casa. Por eso me brinca a la memoria aquella vez que, de la nada, quiso lanzarse a intentar conseguir búngalo en Oaxtepec, uno de nuestros destinos más visitados y más choteados, sin siquiera haber llamado antes y en plena semana santa.

 

El coche empaquetado con la familia completa (cinco escuincles en el asiento trasero), más maletas, más un calor endemoniado, más la monserga de irnos por la Libre, llegamos hambrientos a Oaxtepec a media tarde sin otra cosa a nuestro favor que el haber llevado los dedos cruzados (hasta de los pies) los siete viajantes por todo el camino.

 

La cara de mi papá al volver de las oficinas de registro lo dijo todo. Los cinco escuincles lloramos al unísono como obedeciendo la batuta de algún endemoniado director de orquesta.

 

No se me olvida que mi papá, sin decir nada, emprendió camino.

 

Pero entonces notamos algo.

 

Y el silencio en el asiento trasero fue mayor que el del vacío más profundo en la inmensidad del espacio. Todos oímos la misma voz en nuestras cabezas (“Mi papá no está volviendo a casa. Repito. Mi papá no está volviendo a casa.”).

 

Quiso desafiar al destino buscando hospedaje en Cuautla. Pero el mundo se conjuró en su contra por haber jugado al osado. Tuvo un problema de tránsito casi de terminar a los golpes con un policía (que a fuerza quería mordida) y salir huyendo por haber estacionado mal el carro, una vez cometida la horrible fechoría de llevarnos a comer, y tuvo, por supuesto, que enfrentar un desliz tras otro al no encontrar vacantes en ninguno de los hoteles al alcance de nuestro bolsillo.

 

Derrotado, ahora sí enfiló hacia nuestra casa.

 

Las lágrimas de los niños ahora fueron más sosegadas pero igual de abundantes.

 

Así y todo, tampoco se me olvida que, a unos metros de tomar carretera perdió la chaveta ahora sí por completo y, nuevamente sin decir nada, puso rumbo a Cuernavaca en vez de a la ciudad.

 

Era de noche cuando se decidió a registrarnos en el Casino de la Selva, un hotel muuuuy por encima de nuestras posibilidades.

 

Era de noche cuando salió el sol para cada uno de los chamacos de aquel asiento trasero.

 

Dice Dominic Toretto que la familia es lo más importante de todo. (Y eso que él nunca recorrió Cuautla con furia y a contrarreloj). Pero sabes que el sujeto tiene razón cuando estás chapoteando en una alberca con tu familia como si lo único importante en realidad fuese estar juntos toda la vida. (Lo supe en ese momento junto a mis hermanos y mis padres; lo confirmo con frecuencia con mi esposa y con mis hijos).

 

Fueron tres días de engordar la tarjeta de crédito. Y luego un cuarto más porque ¡qué más da, sólo se vive una vez! (Y seguro un quinto más visitando el Monte Pío).

 

Pero escribo esto como un pequeño homenaje a esos siete que fuimos en un viaje, arrostrando el mal sino.

 

Porque a lo mejor el viaje sigue. Y aunque los cuatro que ahora viven en otra ciudad estén pasando cierta contrariedad, seguro volveremos a estar juntos un día, chapoteando todos en la misma alberca como si nada fuera más importante en la vida. Porque si ya escapamos a toda velocidad de un policía furibundo alguna vez en un coche empaquetado de triques y chamacos, un pequeño bicho microscópico, a esta familia, seguro le hace los purititos mandados.