Migraciones

Este texto fue escrito para la mesa "Diálogo de saberes" a la que me invitó la UNESCO durante la FILIJ del 2016. Estaba muy reciente la impactante foto de Alan Kurdi, tal vez una de mis motivaciones principales. Hoy, sin embargo, con las noticias mostrando niños centroamericanos huyendo al norte y niños ucranianos al oeste, me parece tristemente que recupera vigencia (o nunca la perdió).


Teníamos aproximadamente doce o trece años cuando un incidente trágico separó a la pandilla. Éramos cinco mosqueteros: Juan, Javier, Quique, Roger y yo. En nuestro mundo infantil el futuro era promisorio. Creceríamos juntos, nos tomaríamos juntos la primera cerveza, nos apoyaríamos en las vicisitudes románticas, tal vez iríamos a la misma universidad. Eso en nuestro mundo infantil, pero en el mundo de los adultos las cosas siempre son distintas. Quique y Roger fueron llevados a San Luis Potosí por causas de fuerza mayor y ese futuro se desquebrajó. Una tragedia, dije más arriba, a pesar de que en realidad lo único que ocurrió es que se fueron. Para no volver.


No había guerra, no había hambre, no había persecución. Simplemente se fueron. Para no volver.


Recuerdo esos días con una tristeza indómita, porque coincidió la partida de dos de mis mejores amigos con la clausura de las olimpiadas de Moscú y no me quito de la cabeza que el osito Misha, replicado en la tribuna del estadio por la propia gente que lo abarrotaba, no dejaba de llorar. La mascota de los juegos lloraba por la despedida. Al igual que nosotros, aunque ninguno quisiera externarlo, al fin muchachos de doce o trece años. Dos de mis mejores amigos se fueron, para no volver, y la amistad, el apoyo, la camaradería, se mantuvieron en vilo hasta que el facebook nos volvió a juntar, pero, naturalmente, compartir una cerveza o hablar de las pasadas vicisitudes románticas en la adultez no fue en lo absoluto lo que hubiera podido ser, años atrás.


Sé que mis amigos no migraron a otro país. Sólo se cambiaron de estado. Pero yo estaba ahí, en el parque, cuando nos comunicaron, llenos de rabia, que se irían para siempre. Recuerdo su dolor, su frustración, su enternecedora rebeldía. Estoy seguro de que alguno de nosotros incluso sugirió que escaparan, que sus papás no podían hacerles eso.


Al final, sé que fueron felices en San Luis Potosí, que crecieron a la par de nosotros y que hoy en día no volverían a esta ciudad a menos que fuera por un asunto, tan del mundo de los adultos, como es una “causa de fuerza mayor”.


No soy experto en niños. Lo único que hago es escribir para ellos. Y acercármeles lo más que puedo. A mis hijos, a los amigos de mis hijos, a mis sobrinos y, en general, a todos mis lectores. Trato de estar al alcance y aprender de ellos. Y una de las cosas que, a lo largo del tiempo he aprendido y puedo afirmar con contundencia de ellos es algo que, a la fecha me sigue asombrando y prácticamente es la razón por la que me metí a esto de la LIJ: que la capacidad de adaptación de un niño y su necesidad de ser feliz son tan fuertes que superan cualquier intento del mundo adulto por impedírselo.


Mi primera novela infantil, “Las mejores alas” fue detonada por un hallazgo: el hallazgo de que los niños de la calle, pese a todo, siguen siendo niños. Y pese a todo, siguen jugando, riendo y regateándole a la vida su infancia.


Mi primer premio internacional, “Margot”, obedeció al mismo descubrimiento: los niños pueden ser felices en prácticamente cualquier circunstancia. No es algo que se propongan, es algo que se les da. La envidia y la frustración no están presentes en ellos cuando se sienten cobijados, queridos… y en un mundo estable.


El miedo se hace presente solamente cuando interviene la mano adulta, esa “fuerza mayor” e incomprensible que, sin previo aviso, golpea su tranquilidad hasta conseguir agrietarla. El temor, la infelicidad, el enojo aparecen cuando se le dice al niño que las cosas ya no serán como siempre las ha conocido. Que hay que cambiar un mundo por otro. Que sus amigos quedarán atrás. Que la vida, aunque promisoria, será distinta.


Nunca esta mano adulta tiene más fuerza sobre la niñez que cuando implica cruzar una frontera, enfrentarse a costumbres desconocidas, aprender nuevos idiomas. Desde luego, hablo de esa mudanza en los pequeños que sacude para siempre su confianza en un mundo bueno. ¿Por qué tenemos que irnos? No entiendo. ¡Váyanse ustedes! ¡Haz algo, papá!


¿Y cuando esa tranquilidad tiene que ver con una separación íntima? ¿Cuándo un padre se vuelve una voz al teléfono, un nombre inaprensible, una imagen borrosa de webcam? ¿Por qué tienes que irte, papá? ¡No entiendo! ¡Vámonos todos contigo! ¡Haz algo, mamá!


La guerra. El hambre. La falta de oportunidades. Motivos de mudanza, todos, del mundo adulto. Todos regidos por el miedo. Ese miedo a lo desconocido que, repentinamente, artificialmente, aparece en la vida de un niño para poner su mundo de cabeza. Una mañana estás jugando damas con tu hermano; a la siguiente, estás en un tren, un avión, caminando por el desierto. ¿Pero vamos a estar bien? ¡Y claro! Además, esto es temporal… Temporal. Curiosa palabra. Nadie abandona su patria sin dejar el corazón detrás. Y, no obstante, el 10% de los mexicanos, por poner un ejemplo, no viven ya en su país. Lo temporal se vuelve definitivo. Y el miedo no te deja nunca.


Se escribe LIJ para los niños. Y se escribe LIJ que hable de los más diversos temas para que los niños, tanto aquellos que vivan esos temas como los que no, sepan que el mundo es muy vasto y la historia muy larga. Que está bien que sientas lo que estás sintiendo y que se vale abrigar esa esperanza que tanto te demanda que la abrigues.


¿Quién, en su infancia, al abandonar su casa, por una mudanza o por culpa de un Hitler, no se ha sentido como se sintió Anna aquel día de su partida de Berlín?

En el momento en que gritaba “Adiós, ventanillo de la cocina”, sus dos puertecitas se abrieron, y apareció la cabeza de Heimpi mirándola desde la antecocina. De repente algo se encogió en el estómago de Anna. Aquello era exactamente lo que Heimpi había hecho muchas veces para entretenerla cuando era pequeña. Jugaba a un juego llamado “mirar por el ventanillo”, y a Anna le encantaba. ¿Cómo era posible que de pronto se marchara? Sin querer se le llenaron los ojos de lágrimas, y gritó como una tonta:
“¡Ay, Heimpi, yo no quiero dejarlos a ti y al ventanillo!”
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¿Y quién, como Anna, después de más de 200 páginas, no quiere también enamorarse de ese nuevo mundo, ese nuevo idioma, extrañar la nueva casa si hay que dejarla algún día?

Mamá y Anna se detuvieron en el comedorcito por última vez, esperando el taxi que los llevaría a la estación. Despojada del batiburrillo de pequeños objetos de uso cotidiano que la habían hecho familiar, la habitación parecía vacía y pobre.
-No sé cómo hemos vivido aquí dos años –dijo mamá.
Anna pasó la mano por el hule rojo de la mesa.
-A mí me gustaba –dijo.
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No soy un experto en niños. Y mis conocimientos de LIJ que hable de migración son muy pobres en realidad. Aunque el libro que más recomendé el año pasado fue “Tal vez vuelvan los pájaros” de Mariana Osorio Gumá, que habla de una niña chilena exiliada, lo único que creo que sí puedo afirmar en esta materia es que libros como ese, o como “Puerto Libre”, de Ana Romero… se vuelven herramientas de vida, no sólo para niños sino para adultos, porque demuestran que no hay repuestas fáciles, que no siempre te toca un final feliz y que está bien lo que estás sintiendo.

Quince días después había endeudado a toda su familia más tres generaciones de hijos y nietos aún por llegar, pero consiguió lo del coyote.
Dos meses más tarde ya estaba trabajando en la pizca.
De ahí pasó a una carnicería, y cada vez se sentía más solo.
Pagó sus deudas, se compró una troca.
Pasaron casi tres años antes de que pudiera regresar a su país, a su familia.
Su hija no lo reconoció y lloró cuatro días seguidos antes de dejarse abrazar.
Su esposa le pidió el divorcio a causa de sus “diferencias irreconciliables”. Las diferencias irreconciliables se llamaban Arturo, y Esmeralda le decía papi.
Se regresó con la misma maleta, sólo que esa vez iba vacía porque todo lo que contenía fue a dar a manos de sus familiares y amigos.
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Estuve muy presente cuando mi hermano Javier escribió “Papá está en la Atlántida”, su obra teatral más representada, más traducida y más exitosa. Una obra que habla de dos hermanos profundamente afectados por la migración del padre y, luego, por su propia incursión hacia una mejor vida. Con todo, creo que la mayor fuerza de esa obra es su universalidad. Todos nos estamos moviendo. Todos estamos afectando a los niños. Y todos tenemos que hacer algo. Acaso por ello es que la obra es más representada por actores adultos que por niños, porque nos sentimos responsables.


No tenemos que esperar a que la foto de un niño sirio se viralice para empezar a hacernos las preguntas adecuadas. Porque los niños están haciendo su trabajo: adaptarse, ser felices y, aunque no lo creamos, seguir creyendo en nosotros los mayores. Pero los adultos les estamos fallando, estamos levantando más muros que puentes. Y, en vez de una felicidad posible en el pueblo donde han nacido, ese sitio donde salen a jugar y donde los conocen por su nombre, estamos permitiendo que germine el miedo, estamos consintiendo las condiciones para que la única salida posible sea huir a toda costa.


Quisiera decir que hoy, más que nunca, hacen falta libros para esos niños que hacen las maletas a toda prisa. Que los discursos de odio que prevalecen hoy en día están haciendo necesarios textos para ayudar a los chicos en su devenir. Pero lamentablemente creo que textos así han hecho falta siempre. Y no sólo para los niños sino también, o principalmente, para los grandes. Porque Judith Kerr, la autora de “Cuando Hitler robó el conejo rosa” no tuvo un libro que la ayudó en su penoso tránsito y lo mismo salió adelante.
Los niños pueden con este y con cualquier tema. Y qué bueno que éste, y cualquier tema, estén en la LIJ. Para aquellos que los viven y para aquellos que no. Qué bueno. Sí. Pero...

Hace ya quince días que regresamos a Matadepera y estoy muy contenta por ello. Me parece que ya no regresaremos a Port-Bou porque ahora lo más sencillo es que se declare la guerra mundial, y si esto pasa estaríamos demasiado cerca de Francia y por lo menos aquí estaremos más tranquilos sin miedo a que bombardeen ni nada de eso.
Allá nos teníamos que levantar en las noches porque casi siempre venían los aviones facciosos y aunque no llegaran a bombardear, lo hacían por allá cerca y teníamos que ir al refugio y ahora que se acerca el invierno podíamos agarrar alguna pulmonía. Aquí sólo me faltaría que estuviera papá.
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La historia nos demuestra que los niños, esos pequeños héroes con tanta capacidad de sonreir aunque el mundo se esté cayendo a pedazos, pueden con este y cualquier tema. ¿Los adultos, en cambio?

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[1] Kerr, Judith. Cuando Hitler robó el conejo rosa. México. Santillana.2013 p.43

[2] ídem p.280

[3] Romero, Ana. Puerto Libre. México. Ediciones SM. 2012  p.79-80

[4] Simarro, Conxita. Diario de una niña en tiempos de guerra y exilio (1938-1944). México/España. UNED-UNAM. 2015  Lunes 19 de septiembre de 1938