55

Da la casualidad de que me sorprenden estas fechas leyendo “Los hermanos Karamázov”, lo cual me despierta una sensación agridulce por las siguientes dos razones:

1) Inicié antes de que los rusos se brincaran la frontera ucraniana, así que mi lectura no tiene ningún tinte político, apolítico, analítico o paleolítico, simplemente quise sacarme el pendiente de ese libro porque me gusta Dostoievsky, haya nacido donde haya nacido.

He ahí lo dulce. Lo agrio, en cambio, viene a continuación.

2) Doy con la irrefutable verdad de que el papá de los célebres hermanos, el tremendo crápula de Fiódor Pávlovich, es referido por el narrador, a lo largo del texto, con epítetos como “viejo” y “anciano”, entre otros. Hasta ahí todo iría muy bien si no contáramos el alegre detallito de que, más pronto que después, el señor dice, como si tal cosa: “De momento, a pesar de todo, aún soy un hombre, sólo tengo cincuenta y cinco años.” (Libro cuarto, Los desgarros).

Sólo tengo cincuenta y cinco años.

Sólo cincuenta y cinco años.

No. Eso no lo dice Fiódor Pávlovich, lo dice su servidor.

Da la casualidad de que recién llegué a tan bonito y capicúa número. Ayer, justamente.

Pero, aunque llego con la ilusión de que yo también soy un hombre (whatever that means), ya no me ilusiona tanto la sospecha de que, si viviera en el siglo diecinueve, al verme pasar por la calle el otro Fiódor, el que escribió la novela, pensara en mí en términos de “anciano”, “vejete”, “carcamal” y hasta tomara nota de tales adjetivos para algún próximo libro.

-Papá, ¿por qué no te pintas las canas? –me preguntó una vez mi hijo mientras lo llevaba a la escuela en el coche.

-¿Para qué, si me salen solas? –bromeé a media curva sin que me temblara la mano.

Porque sí, lo juro, todavía no llego al punto de que me tiemble la mano.

Y también juro que antes de que llegaran mis hijos al mundo (cuarenta floridas y escasas primaveras tenía), ostentaba un cabello completamente oscuro. Lo cual no significa que culpe a ambos escuincles de sacarme canas (todas). O tal vez sí, un poco.

El asunto es que llego a los 55. Con el pelo blanco pero la cabeza en su lugar (más o menos).

Puedo recordar que a los 11 era un niño feliz, pero un tanto angustiado porque estaba a punto de entrar a la secundaria. Que a los 22 terminaba la licenciatura y me preocupaba no encontrar trabajo. Que a los 33 estaba recién casado y me preguntaba qué nos depararía el futuro. Que a los 44 estaba a punto de llegar mi segunda hija y me llenaba de ansiedad pensar que la chamaca seguro no traería torta y en cambio sí mucha hambre.

El asunto es que llego a los 55 pero, honestamente, con un ligero cambio en el script.

Porque no se puede alcanzar esta edad sin mirar hacia atrás. Seguramente porque te das cuenta de que las probabilidades indican que ya pasaste la mitad de tu vida (aunque yo no tendría problema de vivir conectado a un montón de aparatos hasta los 110 años siempre y cuando contara con una buena biblioteca, un buen canal de streaming y un buen robot-cambia-pañales, pero ese es otro cantar).

El caso es que, como ya dije, detuve la marcha, tomé un buen trago de single malt, me senté a la orilla de la vereda… y miré hacia atrás.

Vi con beneplácito que sobreviví a la secundaria, hallé un primer trabajo, el matrimonio prosperó y los chamacos, aunque siempre tienen hambre, también siempre han comido (aunque los champiñones cuestan más trabajo). Y eso sólo por hablar de esas cuatro estaciones mencionadas.

Aquí cerquita se aprecian otras cosas, como que sobrevivimos a una pandemia, a varios temblores y a todo tipo de gobiernos desastrosos. Por poner algunos ejemplos.

Este rollo es nada más para contar a ustedes que sí es posible ganar un mínimo aprendizaje aunque tengas el pelo completamente blanco. Y acaso transmitírselo a todos aquellos que se comen las uñas porque van a entrar a la secundaria, o terminan la carrera, o whatever…

Y es esto (ejem):

Ese puente que te da tanto miedo cruzar, eventualmente también quedará atrás. Y aunque te dé miedo el siguiente, a la larga ocurrirá lo mismo con él también. Y así. Y así.

Y así.

Claro, puedes reprobar el examen, fracasar en el negocio, etcétera… pero eso no obsta para que ese puente también quede atrás.

(Lo cual tampoco es una GRAN REVELACIÓN, pero es que es taaaaaan fácil olvidarlo).

Cuando me corrieron de mi primera chamba en el 92, por supuesto que me acabé las uñas completitas. Pero treinta años después descubro que en vez de ocupar una oficina en Reforma, hoy escribo para vivir. Así que nunca se sabe si será una bendición que se venga abajo el puente antes de que lo cruces. O aun mientras lo cruzas. (Gulp).

Nada. Eso. Contar a ustedes que llego a los 55 con un pequeño cambio en el script de los otros capicúas: Sin preocupaciones reales en mi vida. No porque no tenga problemas reales (los triglicéridos y los intereses moratorios existen, no son un invento de las abuelas), sino porque la vida se ha encargado de demostrarme, una y otra vez, que…  

(Aquí no vendría mal una musiquita pegadora).

Como lo dice el stárets Zosima en “Los hermanos Karamázov” (Libro sexto. El monje ruso):

“Se puede, se puede: el gran misterio de la vida humana paulatinamente convierte la pena antigua en tranquila y tierna alegría.”

Se puede.

Lo digo. Lo sostengo.

Y…

Porque aún soy un hombre (whatever that means)…  

Lo afirmo sin que me tiemble la mano.

Se puede.

Al final…

Si estás de pie y contando la historia… es que pudiste.

Nada. Eso.

Y retornar al camino (después de otro trago al single malt, de ser posible.)