Ceniza al viento

En pleno mes del libro recibo una carta informativa donde muy amablemente (el correo inicia con un “Estimado Antonio”) se me notifica que varios ejemplares de un libro mío formarán parte de una “operación especial”. El posible júbilo que podría encenderse gracias a tan bonito preámbulo (¿Y si mis libros fueron elegidos para ir al espacio con Elon Musk y su pandilla?) se apaga bastante pronto porque el único archivo que adjunta el correo se llama, ni más ni menos que: “Carta Informativa Destrucción Malpica.PDF”

Ya ni discutir la torpe sutileza de la editorial, que es muy de renombre, por cierto, porque ya antes otra editorial, también muy de renombre, me había mandado, aunque no en pleno mes del libro pero sí de mi cumpleaños, un casi idéntico correo cuyo asunto era, sin ambages, “Destrucción de ejemplares”. E igualmente iniciaba con un “Estimado Antonio”, qué caray.

No son las formas, naturalmente, lo que más apachurra el corazón. (Aunque sí se agradecería que los editores averiguaran si el autor al que le van a informar que su hijo no sólo no sacó beca sino que va a ser expulsado de la escuela, no está en ese momento participando en una feria del libro porque el efecto emocional es doblemente feo).

No, no son las formas, sino el fondo, claro.

No entiendo (como casi nadie que sí comprenda aquello de “a la gorra ni quién le corra”) cuál es el problema de montar una mesa afuera del metro Pantitlán con un letrerote que diga “LIBROS GRATIS”. Mil ejemplares se van en diez minutos, exageradamente. Pero a lo mejor a los editores les parece mucho tiempo porque, incinerados, triturados, machacados, hechos puré, reducidos a moléculas, tal vez se vayan en treinta segundos y los nueve minutos y medio restantes los utilicen para bailar La Macarena, cosa que acaso sea harto importante para la industria editorial. La verdad es que es algo que no sé de cierto.

Lo que sí sé de cierto es que una notificación de esa índole es algo que bajonea muy gacho. Y si estás en una Feria del Libro lejos de casa, doblemente gacho porque te hace sentir como el que se va de juerga aunque el techo de su casa tenga goteras.

Entre eso y algunos reportes de regalías que también sacan la lagrimita y una reciente descatalogación y el blues de las bocinas y la lluvia bogotana, confieso que ayer me puse una borrachera de café en el desayuno que Dios guarde la hora. Luis Pescetti, quien me acompañó en dicho trance, puede dar fe de que me levanté de la mesa con pulso de maraquero.

Honestamente, ante ciertos panoramas desoladores, lo último que quieres hacer es ir a una escuela donde los niños no han leído nada tuyo a hablar de tu más reciente libro porque… ¿qué caso tiene todo, si al final este nuevo graduado tuyo también puede terminar perdiendo la chamba y el peinado y las esperanzas y tú siendo notificado con una muy bonita “carta informativa”?

Pero igual tenía que ir a una escuela. Y fui. De capa caída y todo.

El caso es que en algún momento del trayecto (hay borracheras de café así), me hice esta idea: ¿Y si este nuevo graduado fuera el único, el primero y el último, el solitario hijo al que vale la pena salvar algún día de las llamas y la reducción a ínfimas partículas?

¿Y si todo en mi vida, mi presente y mi futuro, dependiera de un solo libro que es éste que tengo que presentar ante un salón repleto de chicos de sexto grado de una escuela como cualquier otra?

En un mundo en el que más importa tu número de followers que el color de tus intenciones, no es tan fácil pararse frente a un grupo de adolescentes que jamás oyeron de ti para presentarles una obra que acontece sin internet, sin celulares, sin videojuegos, sin amores ni desamores juveniles, aunque sí con buena carga de misterio y de fantasmas. Y ganas de contar una historia.

“Más se perdió en la guerra”, pensé. “(Y en las operaciones especiales)”

Y me di a la tarea de poner todo de mi parte para que se interesaran en un solo libro, ese libro.

Usualmente mis charlas en escuelas las dedico a platicar con los chicos en torno a mi oficio, mi obra en general, la escritura y la lectura… pero ahora dediqué sus buenos tres cuartos de hora a hablar de un solo libro.

Como si fuese el único, el primero y el último.

Y funcionó.

El ejemplar que llevaba prometí regalarlo a todo el grupo, pero sólo un alumno había de llevárselo para leerlo antes que los demás. Funcionó. Hubo conmoción y rebatinga para señalar al elegido, porque todos querían ser ese primer lector.

En pleno mes del libro, me he dado cuenta de que hay que celebrar y atender y cuidar y apapachar. No en abstracto, sino en concreto. Ese libro que tanto amas. Ese libro que tanto significa para ti. En mi caso, son varios; los que he creado y los que he disfrutado. Pero hay que quererlos de manera específica… o el cariño se vuelve una mera palabra, volátil como ceniza al viento.

No sé si en la vorágine de los miles de tirajes diarios se ha perdido el cariño por el libro como ente singular. No sé si las propias editoriales, al emitir carta informativa tras carta informativa, se dan cuenta de que están despachando un cachito del corazón de la persona que le dio vida. No sé si la única forma de salvarnos de la barbarie de la deslectura sea esa: una persona con un ejemplar muy manoseado bajo el brazo, recomendándolo a diestra y siniestra porque tal frase y tal personaje y tal momento le han hablado íntimamente y le han marcado definitivamente. No sé.

Lo que sí sé es que se puede ser feliz gracias a un libro. Uno palpable y con sus moléculas intactas. Ayer, para mí, fue uno de mi propia creación, pero amo muchos otros, de otros autores, que pienso querer página por página, porque es la única forma de salvarlos de la hoguera.

Y eso es lo que hay que celebrar en este mes, creo yo. Bajoneos y crudas de café aparte.