Relato lo siguiente porque hay pedazos de vida que me toca presenciar y que, si no cuento, me parece que falto a cierto deber narrativo que quién sabe de dónde venga pero que existe y es real y causa desazón no hacerle caso.
Ejem…
Ayer, tarde húmeda y fría. Partido de béisbol de ligas “menores”, puros chamacos de 15 a 17.
Equipo A contra equipo B.
El A ganaba al B, 13 a 1 en la cuarta entrada.
Se agotaba el tiempo (a lo más deben durar unas dos horas o algo así los partidos).
Al coach del A se le ocurre cambiar al pitcher que lo había estado haciendo muy bien (apenas permitió una carrera); igual pensó que valía la pena darle la oportunidad a otro, igual quién sabe.
El caso es que…
Empieza la catástrofe. El pitcher de relevo se pone a regalar bases por bolas como si fueran dulces.
Lluvia y toda la cosa, el marcador tiende a emparejarse.
El coach del A decide detener la masacre y poner otro pitcher cuando la cosa ya está 13-11.
Con dos outs logrados a duras penas y todas las bases llenas, el nuevo pitcher de reemplazo…
…consigue sacar el tercer out ponchando al bateador en turno.
Y así…
…el tiempo (el del reloj) mata el partido. Y también un poco el otro tiempo (lluvia y toda la cosa.)
Pero lo que quiero relatar no tiene que ver con la carga emotiva de estarse comiendo las uñas en ese último inning para que el B no alcanzara al A, que era nuestro equipo, sino algo que pasó en la despedida final.
Las filas de muchachos del A y el B se disponen a chocar manos antes de irse, como suele hacerse.
Pero un chico llora desconsoladamente.
Imaginarán ustedes quién.
En efecto. Aquel muchacho que dejó la casa llena, aquel chico que tuvo la oportunidad de pegar de hit o al menos embasarse y, en cambio, obsequió el tercer out, echando por tierra la posibilidad de que su equipo remontara.
Él. Llorando con tremendas sacudidas.
Y así…
…he aquí que un chamaco de la fila A, en vez de chocar manos con él, lo abraza.
Es nada menos que el pitcher que le lanzó al final, el que le colocó tres strikes, el que terminó con sus esperanzas de encumbrarse como un héroe con sus compañeros.
Él. Consolando al otro chico con palmadas en la espalda.
Creo que no todo mundo reparó en ello. Yo sí. Y quise contarlo.
Porque fueron breves segundos. Muy breves. Lluvia, frío y toda la cosa.
En tiempos en los que está de moda pegarle al otro hasta con la cubeta, un muchacho de entre 15 y 17 abrazando a otro que llora me hace pensar que a lo mejor la salvación viene en camino.
Y que está en esas actitudes “menores” de las generaciones venideras que no tienen nada de menores, sino que son, por el contrario, grandiosas.