Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama convertido en un hermoso árbol de navidad.
Esferas, luces y todo.
—Ay, con razón algo me picaba en la espalda. Te pasas, Gregorio –dijo su mujer al levantarse.
—¿Cómo que “me paso”? –replicó él—. ¿Insinuas que esto es adrede?
—Ay, conociéndote.
Lo cierto es que era lo más raro que le hubiera pasado en la vida. Aun contando aquella vez del almohadón de plumas en el último AirBnB. Cucarachones de ese tamaño ni en la tele.
—¿Qué **** maldición es esta? –gruñó Gregorio tratando de ponerse en pie. Pero ni uno solo de sus adornos se movió de lugar.
(La censura corre a cargo del ojo panóptico de un tal Santa Claus, que todo lo ve y a todas las personas les pone etiquetas).
—Ay, tú sabrás –dijo la señora, ya en pantuflas y en dirección a la cocina—. Seguro es por no querer poner árbol este año, por mucho que te rogó la nena.
Lo cierto es que el espíritu navideño de Gregorio dejaba mucho que desear últimamente. Y la gota que derramó el ponche fue su “este año, ni árbol ponemos, la navidad es puro **** desperdicio de dinero”.
El trajín en la cocina lo incomodó más que la estrella en su cabeza.
—¿NO PIENSAS HACER NADA, MUJER? Me lleva la ******** —gritó, estático en la cama.
—¿Y qué quieres que yo haga? Seguro es tu culpa, ya te dije. Por no sentarte con nosotras a ver “Mi pobre angelito 2” el otro día.
Lo cierto es que, a media mañana, la señora sí hizo algo.
—Anda, nena. Ayúdame a poner a tu papá en la sala.
Corrían la vacaciones de invierno y la nena ya no estaba yendo a la escuela. Por eso pudo ayudar a su mamá a poner el árbol en la sala, adornos en las ventanas y una corona en la puerta.
Cuando terminaron hasta villancicos cantaban.
—Anda, nena, conecta a tu papá a la corriente. Vas a ver qué bonito.
—¡Guau, papi! –dijo la nena.
—****** **** ********** ********* —soltó Gregorio.
Cuando se quedaron solos en la sala, pues la señora se fue a comprar regalos (habida cuenta de que Gregorio no podría impedirlo) la nena se atrevió a decir:
—Es lo más lindo que has hecho por mí nunca, papá.
—Sí. Soy todo un ángel navideño.
—¿Quieres ver “El regalo prometido” conmigo?
Lo cierto es que la vida, milagrosamente, continuó su curso. Casi como si nada.
A los dos días ya se había enterado todo el mundo.
—¿Entonces no irás al brindis de fin de año de la empresa, Samsa? –preguntó Rovirosa mientras agitaba una de las ramitas de Gregorio, haciendo tintinear una campanita.
—¿Y tú qué ********* crees, Rovirosa?
—Oye, Samsa. ¿Si no regresas me puedo quedar con tu escritorio? –preguntó Salcedo mientras buscaba el jingle bells en la musiquita de las luces de Gregorio.
Igual los vecinos estaban fascinados.
—Ay, la verdad que mejor, Don Gregorio, así no está con su carota en la posada del edificio, como todos los años.
Y la familia.
—¡De veras eres capaz de cualquier cosa con tal de no ir a trabajar, cuñado!
Pero en todo ese embrollo había al menos un alma plenamente satisfecha.
—Papá, ¿jugamos “veo veo”?
—¿Y por qué no? Si sólo lo hemos jugado como ciento cincuenta veces esta semana.
Y aunque Gregorio no se encontraba del todo mal (pues repentinamente ya no tenía gastritis ni pie de atleta) igual no dejaba de preocuparse por el futuro.
—Deberías hacer algo, mujer –le rezongó a su esposa mientras ésta colgaba una calceta con golosinas muy cerca de él—. Buscar un brujo o algo.
—Ay. No des lata, Gregorio. Alexa, pon los peces en el río.
—Alexa, cállate. Ahorita te ríes, mujer, pero cuando se acabe el aguinaldo y no pueda volver a la oficina, nos vamos a morir de hambre.
—Ay, siempre puedo vender tamales para vivir. No des lata. Alexa, pon el niño del tambor.
Finalmente, ocurrió lo que tenía que ocurrir. Llegó la navidad. Y aunque muchos parientes se resistieron, al final aceptaron cenar en casa de los Samsa “sólo porque Gregorio no va a estar con su carota, como todos los años”.
—¿Te gustó el Baygón que te tocó en el intercambio, cuñado? Ay, no seas agrura, te vuelvo a poner en tu estrella.
A las dos de la mañana, cuando pasó el Uber del último tío beodo y se quedó la casa vacía de invitados, Gregorio se sintió verdaderamente miserable.
—Queridos espíritus de la navidad –soltó en la fría y solitaria noche—. De veras estoy arrepentido. Devuélvanme a mi cuerpo anterior. Se los suplico.
Como no ocurrió nada, soltó una letanía de imprecaciones que preferimos evitar; la cadena de arsteriscos continuaría hasta el día de la candelaria; una despotricación que sólo se vio interrumpida porque apareció la nena en piyama.
—Feliz navidad, papá.
Entonces ella lo abrazó. O al menos lo intentó.
—Feliz navidad, pequeña –respondió Gregorio.
Y la miró volver a su cuarto, llena de ilusión.
Repentinamente, estuvo seguro de que eso es lo que haría el milagro.
Se preparó para volver a la gastritis y el pie de atleta.
Pero nada.
Gregorio Samsa siguió destellando lucecitas a mitad de la noche.
Luego apareció un sujeto vestido de rojo que depositó un par de regalos a sus pies y se comió varias galletas y hasta dio un par de tragos a su mejor whisky.
—¡Qué boca de lumbre! –fue todo lo que dijo el gordo ante los reclamos de Gregorio, justo al momento de desaparecer frente a sus ojos (o lo que sea que tenga un árbol, pues).
Llegó el 25. Se fue el 25. El 26. El 27. Y la vida seguía su curso.
—Seguro ya te anda por echarme a la basura, ¿verdad, mujer? –dijo Gregorio.
—Ay, tampoco es para tanto. Además, como que veo que ya estás volviendo a ser tú otra vez.
—¿En serio?
—Ja, ja, ja. No. Feliz día de los inocentes.
—********** ****** ************ ******.
El 28. El 29… etcétera.
El 6 de enero.
—¡Pero vaya árbol mas grosero! –dijo Gaspar.
—Ni que lo digas. ¿Quién quiere más whisky? –añadió Melchor.
En cuanto llegó el 7 de enero, Gregorio ya era una miseria de árbol. Seco, triste y opaco. Y con muy poco que decir. Sólo esperaba el momento en que entrara por él el vecino del ciento siete, arrogante y musculoso, para echarlo a la calle junto con los demás árboles del edificio. Como cada año.
Además, en la estufa se cocinaba una buena olla de tamales.
El fin estaba cerca.
La nena y la señora miraban la tele cuando esta útima soltó, de la nada:
—Bueno, creo que ya estuvo bueno de tonterías, Gregorio. Hoy se acaba tu chistecito.
—Sí, papá, mañana entro a la escuela y necesito que me lleves –dijo ella echándole agua con la pistolita con que lo rociaba desde el primer día.
—Ajá. Claro. Como toda esta ******** la hice adrede y es cosa de que me ******* decida a que se termine y ya –fue todo lo que dijo Gregorio.
Lo cierto es que terminó el programa que estaban viendo y ambas se pusieron a sacar los tamales de la olla para regalar entre los vecinos y se enfundaron en sus piyamas y se lavaron los dientes y se prepararon para dormir.
—Anda, nena, ayúdame a poner a tu papá en la cama.
Pese al resquebrajadero de ramitas que se fueron quedando por el pasillo, ahí fue a dar el árbol de navidad al colchón. Esferas, luces y todo.
—Es lo más lindo que has hecho por mí, papi. Muchas gracias.
Ella lo abrazó. O al menos hizo el intento.
—Sí, cualquier día de estos, pequeña.
—Cualquier día de estos te dejas de babosadas y compras mejor un árbol aunque sea de descuento –soltó la señora al echarse en la cama, darle la espalda, cubrirse con las cobijas y empezar a roncar ipsofacto.
Él le obsequió todavía un buen trenecito de arsteriscos a mitad de la noche, perfectamente dispuesto a seguir su vida como una rama seca y podrida hasta el fin de su existencia, si eso era lo que el destino le ordenaba.
Pero lo cierto es que…
Al despertar Gregorio Samsa aquella nueva mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama…
Oliendo todavía a Baygón.
Escuchando los gritos de su esposa por lo tarde que era.
Y extrañando aquellos apacibles días en que fue el alma de las fiestas y tuvo una estrella en la cabeza.