Desde hacía varias semanas, la junta había decidido que era hora.
El viejo profesor erraba las conjugaciones, la aritmética, las fechas de las batallas.
“Es hora”, dijo alguien. “De que le agradezcamos y lo jubilemos”. Y todos en la junta estuvieron de acuerdo.
El viejo profesor aceptó. Igual quería dedicarse a parcelar sus cientos de libros. Y recorrer sus miles de páginas una vez más.
Pero en su último día de clases, después de la medalla y los aplausos, se marchó a su casa inquieto.
Había visto a Marcelito colgarse de cabeza en el ciprés.
Y no lo había reprendido por ello.
“Ese Marcelito va a terminar mal”, pensó, consternado, camino a casa. Porque no era la primera vez que el muchacho hacía de las suyas.
Y él, a sabiendas, se retiraba de la docencia.
Le pesaban ese y cien pendientes más.
Amparito, que no comprendía el punto decimal. Soledad, incapaz de pronunciar la erre. Jacobo, siempre el último en entregar examen.
Por eso volvió sobre el polvoriento camino hasta la puerta de la escuela.
Donde ya no había nadie, excepto una señora entrada en años, subida en una silla, que desmontaba guirnaldas, bandas y consignas referentes a la despedida.
El viejo profesor le contó el motivo de su regreso y la dama lo escuchó atenta.
Luego, lo acompañó medio sendero hasta su casa y sus lecturas.
“Pierda cuidado, profesor, Marcelito será médico. Amparo, abogada; Jacobo, ingeniero”.
El maestro no la contrarió. Algo le decía que esa señora sabía de lo que hablaba.
“¿Soledad? Al final podrá con la erre. Y se hará, nada menos, que directora de la escuela”.
El viejo profesor sonrió. Era un bonito sueño. Le agradeció y siguió su camino.
Soledad, por su parte, lamentó haber errado a propósito en las conjugaciones: tener que usar el futuro en vez del pretérito con tal de no angustiar más a su viejo profesor.
Pero mientras volvía hacia la escuela que dirigía, apretó fuertemente contra sí la cinta que llevaba en las manos y decía “Gracias por todo” con enormes letras.
Miró sobre su hombro, batallando entre la risa y el llanto.
Recordó, súbitamente, a ese hombre hoy de cabello blanco, dirigiendo incansables sesiones a mitad del recreo.
Erre con erre, cigarro. Erre con erre, barril.
Y no batalló más. Una lágrima se colgó de su sonrisa mientras entraba a la escuela musitando:
“Rápido ruedan los carros. Rápido ruedan los carros del ferrocarril”.
Toño Malpica
Dedicado con mucho cariño a las y los profes de todo el mundo.