ASÍ FUE...

tonobb

recapitulación

Asomé la cara al mundo un 8 de marzo. El mismo año que lo hizo Harry Connick Jr.
Desde entonces, como en una buen rola, ha habido de todo.
Y sigue habiendo...

De pinta


Tengo la sospecha de que todos los niños son delincuentes en potencia. (No olvidemos el final de Las aventuras de Tom Sawyer, donde lo único que hace sonreír a Huck es la esperanza de formar algún día una banda de asaltantes con Tom). Probablemente porque a los niños no les gusta ser forzados a nada; y las leyes es justo lo que hacen: obligarte a portarte bien, pararte derechito, no pisar el césped, etc.

Javier y yo iniciamos nuestra carrera criminal cuando teníamos unos siete u ocho años. Nos acabábamos de mudar a Fuentes de Satélite y a mi mamá se le hizo fácil permitirnos ir por nuestro propio pie a la escuela, pues ésta quedaba relativamente cerca de nuestra casa. Desde el primer día de clases, acordamos (él en cuarto grado, yo en tercero), que más atractivo era el plan de pasarnos las mañanas en los columpios que en la escuela. Así que por más de tres semanas fingimos que íbamos al colegio cuando en realidad nos íbamos al parque.

De inicio no fue un plan tan sofisticado, ni planeado ni nada. En un principio hicimos el intento de ir a clases, pero es justo decir que, en el camino a la escuela, nos movíamos casi en cámara lenta, así que siempre llegábamos tarde. "Es una lástima, hermano, otra vez nos volvieron a cerrar la puerta. Vayamos al parque." (Siempre se nos dio el drama).

Los últimos días ya ni el intento hacíamos. Nos íbamos derechito a los columpios.

Recuerdo una señora que nos veía pasar frente a su casa y que siempre nos conminaba desde la ventana: "Sinvergüenzas, nomás que me entere quién es su mamá y verán si no los acuso". A nosotros, delincuentes al fin, se nos resbalaban las amenazas. Esperábamos a que aparecieran en la calle los primeros niños con el uniforme de nuestra escuela y volvíamos a casa tan sonrientes y tan estudiosos. Supongo que a mi mamá le parecía sospechoso que nunca nos dejaran tarea, pero lo mismo no conocía la escuela y es posible que pensara en ello como un nuevo método de enseñanza.

Pero igual algún día tenía que enterarse. Una llamada de la escuela ("Señora, ¿por qué, si inscribió a sus niños, no los ha traído?") nos echó abajo el teatrito. O algo así, jamás lo sabremos. Lo cierto es que ese día, tan sonrientes, tan estudiosos y tan buenos niños (sólo que un poco más sucios y despeinados de lo que indica la norma), a la una de la tarde ya estábamos volviendo a casa como siempre. Sólo que ahora el interrogatorio fue más allá de un interés casual y cariñoso. "¿Y qué aprendiste hoy, Toñito? Y tú, Javier, enséñame tu cuaderno. ¿Cómo dices que se llama tu compañero de banca?"

Con todo, el crímen sí paga. A partir de entonces, pese a las buenas nalgadas que nos tocaron, mi mamá nos empezó a llevar en coche a la escuela.




Ranas


En la José Vizcaíno Pérez, el maestro Mario era un profesor de esos que meten miedo. Cuando tu maestra faltaba, él entraba al quite. Y siempre parecía estar de mal humor. Ya ni hablar de que el día que hacía las veces de sustituto, no daba clase sino que se la pasaba evaluando a capricho. No que dijera el clásico "Saquen una hoja", sino que preguntaba a diestra y siniestra tal o cual cosa. Es célebre la vez que uno de mis cuates definió un metro cúbico como un metro hecho cubito. ¿Cubito? Sí. Agarras un metro, lo partes en pedacitos, haces un cubo... El maestro no lo asesinó sólo porque había demasiados testigos

Una mañana como cualquier otra, el maestro Mario estaba rodeado de un montón de alumnos. Javier y yo nos acercamos para ver lo que acontecía. Y lo que vimos nos robó la tranquilidad hasta la hora de la salida. El profe tenía una ranita preciosa en las manos. Ya sé que parece la cosa más ñoña y ridícula del mundo, pero hay que considerar que nosotros, antes de llegar a Fuentes de Satélite, éramos chavos de la Narvarte, y jamás habíamos visto una rana en vivo y a todo color. Para nosotros eran seres tan fantásticos como los duendes y las hadas, sólo posibles en la tele y en los libros.

Pues el maestro Mario se había encontrado una rana y la sostenía entre sus manos para que los alumnos la contemplaran. Después de dar alguna pequeña cátedra en torno a los batracios, dijo que había que soltarla nuevamente (uno de esos rollos ecológicos muy poco comunes en los años setenta). A Javier y a mí no nos hizo ninguna gracia todo ese asunto de los animalitos libres. Para nosotros era como dejar ir un unicornio vivo. Pero igual lo hizo. La dejó ir frente a todo el mundo en uno de los jardines del colegio. Y a ver quién se atrevía a contradecirlo. Frente a nuestros ojos la rana se ocultó tras unos arbustos. Y creo que hasta hizo cara de "lero lero" pero no podría asegurarlo.

Así que los hermanos Malpica tuvieron que tragarse eso sin sal. Traumados por el resto del día de clases. Traumados hasta que llegamos a nuestra casa. Traumados hasta después de comer y hasta las primeras horas de la tele. Creo que seguiríamos traumados si no se le hubiera ocurrido a Javier (su mente siempre fue la más maligna, esa es la verdad) que volviéramos a la escuela por la rana.

Nos inventamos con mi mamá que íbamos al parque y volvimos a la escuela. Claro que en ésta sólo había turno matutino y por ello nos atrevimos a considerar dicha opción. Lo que no consideramos fue el tener que brincarnos la barda como rateros y ponernos a buscar en los jardines un bicho asqueroso como si fuera una joya preciosa. Y tampoco consideramos que el conserje y sus hijos no se lo iban a tomar tan bien que digamos. En cuanto nos vieron se imaginaron lo peor (aquí cada uno tendría que pensar qué es eso de lo peor porque a mí, al paso de los años, me sigue sin parecer gran cosa dos escuincles hurgando entre las matas). Pero de que hicieron cara de que nos habíamos metido a practicar una misa negra, me consta porque la vi. Lo más chistoso era que los hijos del conserje tenían más o menos nuestra edad y el papá los mandó a que nos atraparan como hacen los jefes de los malos con sus esbirros en todas las películas.

Esa corretiza por toda la escuela, con el ribete dorado de la huida por la parte trasera, alambre de púas y toda la cosa, (piernas y brazos rasguñados también) y trompetillas a los hijos del conserje cuando ya estábamos en la calle, es uno de los recuerdos de aventuras más gratos de mi vida.

Pero de rana, nada.

Con el tiempo descubrimos que dichos animalitos no sólo no eran mágicos sino que eran tan comunes como las moscas o los escarabajos. De hecho ahí mismo, en Fuentes de Satélite, se daban con tal prolijidad, que casi cada verano nosotros teníamos un tarro grande de nescafé lleno de renacuajos en el patio de la casa. Renacuajos que se convertían en ranitas coludas, ranitas coludas que se convertían ranotas ruidosas, ranotas que se volvían en primos del monstruo de Loch Ness.

Mi mamá toleraba nuestros dinosaurios mientras estuvieran contenidos. Una vez que les salían patas para brincar, mi mamá se encargaba de que brincaran al desagüe.

-Mamá, ¿y mis ranas?
-Tú sabrás, para qué dejas el frasco abierto.




Monstruos


Javier, Juan Kasuga y yo siempre tuvimos un click con el lado oscuro. Desde muy chicos nos fascinaban los monstruos, los fantasmas, lo sobrenatural... (aunque, bueno, ¿a quién no?)

El caso es que nosotros siempre íbamos un poco más allá. Yo, por ejemplo, de las pocas cosas que me traje de mi único viaje infantil a Estados Unidos fue un gran poster de un Hombre Lobo mirando de frente (de hecho, una foto de la película "The wolf man" de Lon Chaney) que utilizaba para impedir que mis hermanas entraran a mi cuarto. También coleccionaba monstruos de armar. Tenía sobre mi escritorio a Frankenstein, Drácula, La momia, El fantasma de la ópera, el monstruo de la laguna verde y el jorobado de nuestra señora. Para un chavo de 8 años parecía excesivo... sobre todo si consideramos que las figuras estaban pintadas por mi propia mano, y que el rojo era el color que utilizaba sin compasión alguna. Parecería excesivo, pero hoy en día me doy cuenta de que, en el fondo, todos los niños tienen algo de esta fascinación macabra. ¿A quién no le gusta contar historias de espantos y quien, secretamente, no desea que se le aparezca un fantasma? (Uno tipo sábana, claro).

Nosotros hacíamos todo lo posible por juguetear con ese lado oscuro. Desde luego, teníamos una ouija que nunca nos dijo nada que no inventáramos nosotros. Y organizábamos sesiones espiritistas que terminaban en puras risotadas. ¿El primer libro que me compré con mi propio dinero? "El libro de lo insólito" del Selecciones del Reader's Digest.

Seguro que, por ese afán de espantar y espantarnos, es que hacíamos con bastante regularidad casas de sustos que eran todo un homenaje a las películas de Ed Wood y de El Santo, pero que nos divertían horrores (y no es sólo un decir). Entre Javier, Juan, los hermanos Acevedo y un servidor transformábamos el tercer piso (algo así como el sótano) de nuestra casa de Fuentes en lo más parecido a una casa de espantos de feria que podían lograr unos escuincles inquietos como nosotros. Música tenebrosa, mucho hilo de nylon y un guía enlinternado que fingiera la voz de Vincent Price eran la cereza que coronaba el pastel de vampiros de hule y enmascarados, todos listos a brincar sobre los que se atrevían a entrar. Las más de las veces el asunto terminaba en una lluvia de zopapos (en esta feria no estaba prohibido tocar a los monstruos). Pero de que nos divertíamos, nos divertíamos.

Hicimos tantas casas de espantos, cobrando la entrada a los chavos de la cerrada, más veces de las que me acuerdo. Luego, como tiene que ocurrir, crecimos. Y nos dejamos de tonterías.

De hecho, pasamos a otro tipo de tonterías. Filmamos una película de terror muda en una cámara Super 8 de mi papá. El título: Níobe (sí como la tráfica figura griega). La trama: una casa embrujada en la que la tal Niobe (nosotros siempre la pronunciamos sin acento) tenía puesto un hechizo. Mucha sangre, muerte y condenación. Pero fue, por ese breve periodo de inicios de los ochenta, el gran suceso entre los chavos de la cerrada. Con todo, nuestra carrera como productores cinematográficos no prosperó. Y la película se quedó enlatada. (De hecho, es un cortito de seis, siete minutos que mis papás tienen ya en algún DVD y sirve para provocar risas en las reuniones familiares. Un detalle curioso: el individuo que pasó la película (junto con otras familiares) de Super 8 a DVD, nos censuró un decapitado. Supongo que para su estilo de música de Clayderman (todas las demás películas llevan este soundtrack) le pareció excesivo).

Y, como dije, crecimos.

Todavía, por nostalgia, hicimos Javier, Juan y yo una última casa de sustos ya casi para entrar a la preparatoria. Nuestro único cliente fue mi hermana Mague, quien no dejó de pitorrearse de nosotros todo el tour. Hubiera sido un final bastante patético para ese renglón de nuestras vidas si no fuese porque, ya para salir de la mentada mansión del terror, se le ocurrió pisar una araña que vio en el suelo y que creyó pintada. La impresión de sentir el bulto gelatinoso (era una araña de hule) bajo el pie la hizo salir corriendo. Creo que gracias al grito de Mague nos despedimos de esa época con un pequeño pero merecido susto final.

Y crecimos. Aunque algunos insistimos todavía en ciertas tonterías. Tal vez porque nunca han dejado de ser divertidas.




Las canchas


Tal vez lo mejor que nos pudo pasar a Javier y a mí en Fuentes de Satélite fue que, en una colonia llena de niños, teníamos a pocos metros de nuestra casa un parque entero.

Ahí fue donde conocimos a todos nuestros amigos de aquel entonces. Y si se ve con cierta perspectiva, esos fueron los verdaderos "años maravillosos". La música de fondo no era el cover de "With a little help from my friends" de Joe Cocker sino "Knock on wood", "It's a heartache" y prácticamente todo Abba. Eran los años de Radio 590 "La pantera" (cualquiera que lo haya vivido puede imitar el jingle y el rugido). Los años de los pantalones de fina terlenca con parches de balón en las rodillas. Los años de los juguetes Lilí-Ledy y Plastimarx. De los tenis Decatlón y los zapatos Exorcista. Los años de las historietas de "Editorial Novaro".

El parque de Fuentes de Satélite, mejor conocido como "Las canchas", era nuestra segunda casa. Como vivíamos a pocos metros de éste, todas las tardes nos la pasábamos ahí. Y cuando eran vacaciones, prácticamente todo el día. Jugando futbol, beisbol, quemados en la changuera, al Grizzly... Éramos cinco mosqueteros: Juan, los hermanos Acevedo: Quique y Roger, Javier y yo. Y si no estábamos en la casa de alguno del grupo, estábamos a fuerzas en el parque.

En ese parque vivimos de todo: risas y llanto. Jugamos a las guerras de cohetes (nada recomendable si quieres llegar a adulto con todos tus dedos). Es célebre la vez que Roger creyó dejar sordo a Javier y abrumado por la culpa se fue a ocultar a una alcantarilla hasta que Javier admitió que ya podía oír (aunque hasa el otro día tuvo un persistente zumbido metido en las orejas). En ese parque nos molestaban los grandes (tipos mayores que nosotros por más de cuatro años y que consideraban divertido sentarse encima de ti todos juntos o hacerte calzón romano sin sudar siquiera). Recuerdo que nos recontra enfurecía que no fueran al parque a jugar sino sólo a platicar entre ellos y a hablar de mujeres.

En las canchas cacé tantas luciérnagas que perdí la cuenta. Un chavo que se llamaba Teófilo hasta les sacaba el líquido y se pintaba sus iniciales en la ropa. (Guac). Grillos a montones. Hacíamos competencias de salto entre ellos y cada quién tenía su campeón. Durante las épocas de lluvia, por las tardes se desataba una plaga de escarabajos voladores (nosotros los llamábamos "toritos") que literalmente te obligaban a correr a tu casa, de tantos que eran. Nos encantaba atraparlos y soltárselos a las niñas en el cabello.

En las canchas tuvimos nuestro primer acto de rebeldía. Por alguna razón la Asociación de Colonos decidió plantar árboles en el mismo espacio que utilizábamos como cancha para jugar futbol y beisbol. Una mañana de verano amaneció el parque sembrado de arbolitos. Toda una afrenta. Recuerdo que fue una de las pocas veces que todos los que jugábamos ahí nos unimos (porque siempre había banditas; estaban los de Lomas Verdes, que no siempre se llevaban con los de Fuentes; estaban los de Convento, que no siempre se llevaban con los de Camino del Jardín, y etcétera). Hicimos frente común y entre todos desenterramos los árboles. Al poco rato se armó la gorda. El parque se llenó de gente grande, los de la Asociación y algunos policías. Los muchachos nos quejamos de que no se nos hubiera consultado para tomar tan arbitraria decisión. Los grandes apechugaron. Los árboles fueron sembrados en el cerrito del parque, donde nadie jugaba a la pelota. Final feliz.

En ese parque vi pelearse un montón de veces a los Acevedo, que eran bastante más peleoneros que Javier, Juan y yo. Los vi perder y los vi ganar. Y vi llorar a todos mis amigos. Por una cortada, por un balonazo en la cara, porque sus papás pasaban a recogerlos en el coche antes de que anocheciera. En ese parque vi pasar el concorde muchos jueves de mi infancia. Aprendí a patinar. Perdí una manopla. Atesoré el olor del pasto mojado.

Los ochenta nos tomaron por sorpresa ahí mismo. Cuando Estados Unidos decidió no ir a los juegos olímpicos en Moscú. Cuando le robaron a Carlos Girón en los clavados frente a todo un México indignado. Y ahí mismo se acabó la infancia, cuando los hermanos Acevedo se fueron para siempre a San Luis Potosí y jugar "gol para" dejó de ser divertido sólo con tres monos. Cuando la lagrima bajando por la mejilla del oso Misha nos hizo ver que el mundo era otro, con menos halloweens y navidades. Y nos sorprendimos a nosotros mismos viendo jugar a los más chicos mientras, sentados en una banca, hablábamos de mujeres.

La hierba creció. Las luciérnagas se fueron a otra parte.




Exploradores del Oriente


Como andábamos locos con los rollos de la segunda guerra mundial, hicimos un club al que le pusimos "Luftwaffe" (La Fuerza Aérea alemana). Cada miembro tenía una credencial y escogía un avión que lo identificara, no necesariamente alemán, por mucho que el Stuka y el Messerschmitt nos parecieran los aviones más padres del universo. La idea nació como una simple forma de agruparnos, aunque pronto prosperó en algo más. Reuniones secretas y complicidades fraudulentas, como debe ser todo club que se respete (aunque en las reuniones secretas no se hablara más que del último capítulo de "Don Gato y su pandilla" o de la última fiesta de cumpleaños de alguno del grupo y las complicidades no pasaran de una que otra travesura inofensiva).

Naturalmente el "Luftwaffe" era un club de Tobi en toda forma. Puros chavos. (En los cuentos de "La pequeña Lulú", Tobi Tapia tenía un club. Y en la casita que usaban para reunirse, había un letrerote que advertía: "No se admiten niñas". De ahí la expresión "Club de Tobi" para referirse a reuniones de puros hombres).

Así que las niñas (es decir, nuestras hermanas), al enterarse de nuestro club decidieron formar el suyo. Ni siquiera puedo recordar el nombre, pero seguro que algo tenía que ver con Hello Kitty o con Parchís. Y también tenían credenciales (mucho más bonitas que las nuestras, por supuesto) y algún distintivo que también olvidé. Estaban mucho mejor organizadas y creo que hasta uniforme tenían.

El caso es que esto desató una pequeña guerrita de quién tenía el mejor club y quién hacía las cosas más padres. La guerra nos llevó al espionaje, y éste, a robar el Diario de Adriana Acevedo, en donde descubrimos que le gustaba Flavio Santos. Desde luego, quisimos utilizar esta información privilegiada para demostrar que las podíamos más que ellas. Pero el incidente se volvió muy incómodo. Adriana nos odió y nosotros no supimos, por varios días, dónde meter la cara.

Las guerras -lo he dicho en más de una ocasión- no traen nada bueno. Aunque en este caso fue un poco la excepción. Los dos clubes se deshicieron para terminar en uno solo donde juntos, niños y niñas, empezamos a hacer cosas juntos. Sobre todo, organizábamos excursiones a las zonas vírgenes aledañas a Fuentes de Satélite, lo que nos dio el nombre de "Exploradores del Oriente" (sí un apelativo bastante chafa, pero el chiste era sentirnos importantes). Juntos entramos a la oscurísima Cueva del Diablo, subimos al inalcanzable Cerro de las Cruces y exploramos el misterioso Valle de las Libélulas.

Javier dedicó su libro "Clubes Rivales" a todos los que formamos ese club. Apuesto a que todos ellos, doquiera que estén, pagarían una buena suma de dinero por echarse la mochila al hombro, llenar la cantimplora de agua de limón y atarse el paliacate para escalar de nuevo esas cumbres hoy perdidas en el tiempo.

Yo lo haría.





Urracas


No me gusta mucho utilizar esta analogía, pero creo que es la que encuentro más acertada para definir la diferencia entre un cómplice y un amigo. Supongamos que te fuiste de fiesta y, ya bien entrada la noche, con tus copas encima y el ánimo encendido, se te ocurre caerle en su depto a tu cuate Serapio Ornelas. Serapio, en piyama y pese a que tiene que trabajar al otro día, te abre la puerta de su casa. Hasta ahí todo va bien. La diferencia viene a continuación. Si Serapio es buen amigo, prepara café, te hace compañía y espera a que se te baje el cuete. Te ofrece el sofá de su sala, te presta una cobija y te desea buenas noches (aunque esté amaneciendo) antes de volver él mismo a la cama. Por el contrario, si Serapio es buen cómplice... abre una de las botellas que tiene guardadas y sigue el reventón contigo, aunque tenga que presentar un montón de estados financieros al otro día y nunca pueda volver a la cama.

Los buenos amigos son necesarios. Mucho muy necesarios. Tanto como que uno simplemente no podría llegar a viejo si no contara con ellos. Pero hay momentos en la vida en que uno también necesita cómplices. Esos extraños individuos que no te cuestionan cuando estás metiendo la pata sino que, por el contrario, te echan la mano y la riegan junto contigo.

Un buen amigo jamás te dejaría copiar en un examen. Un cómplice... bueno, creo que ya entendiste.

Las Urracas éramos eso. Cómplices. ¿De dónde salió el nombre? Ni lo puedo recordar. Creo que alguna vez hicimos el estúpido intento de hacer una banda de rock y de lo único que pasamos fue del nombre, tan feo que, si hubiera prosperado, jamás habríamos llegado al Billboard, eso seguro.

Todos hemos tenido cuates así, con los que has cometido todo tipo de equivocaciones. Con los que has crecido y, dolorosamente, madurado. Éramos cinco. Y nos importaba poco o nada el futuro porque, de tan lejos, ni se alcanzaba a distinguir.

Salimos de la niñez por separado, y nos reencontramos en la adolescencia como se encuentran los que se reconocen paisanos en un país extraño. Les pierdes la pista hasta que, súbitamente, una tarde estás en casa del único que tiene coche planeando un viaje a Acapulco sin más dinero que el que traes encima. ¿Quién no ha hecho cosas así? Supongo que un buen amigo trataría de hacerte entrar en razón. Pero bueno... nosotros éramos otra cosa. Y nos autonombrábamos "Las Urracas". (Hasta pena da admitirlo).

Con esos cómplices conocí el rock en todas sus expresiones, el sabor de la cuarta hamburguesa y el decimo octavo taco al pastor, las primeras películas clasificación C ("De medianoche" las llamaban en esos años todavía). Con ellos me colé a todas las fiestas que pude y me fui de viaje sin que importara otra cosa que el número de cassettes que llevara y cuántos días podría sobrevivir a base de Tuinkys y cerveza.

Con ellos fui echado de más de un establecimiento y compuse más canciones soeces de las que quisiera admitir. Y con ellos logré sobreponerme a las primeras decepciones amorosas. Hay que tener un cómplice de a deveras para ir a gritarle a una chava a las tres de la mañana que se va a arrepentir algún día de haberte tronado, guitarra en mano y toda la cosa. (A la fecha, estoy seguro de que ninguna está realmente arrepentida, y aprovecho para disculparme en nombre de todos).

Con el tiempo he querido ampliar el círculo y he dejado entrar en dicha cofradía a algunos otros que estrictamente no eran "Urracas" pero que también fueron cómplices de medalla de oro. A aquel que me invitó el concierto de Oscar Peterson cuando no tenía ni para comprar tortillas. Al que nos ofreció a Javier y a mí su casa cuando estuvimos a punto de ser lanzados a la calle por no pagar la renta. A los que recibieron varios amaneceres conmigo en la arena de diversas playas. A los que dijeron "Hidalgo" conmigo tantas veces (en los jardines de la FI, en las fiestas, en las tocadas) y después me llevaron a mi casa en calidad de bulto. A los que hicieron música en el B9 conmigo a altas horas de la noche sin importar lo que opinaran los vecinos (también aprovecho para disculparme). A los que se la rifaron por mí y conmigo en las campales del futbol...

Y sí, con el tiempo, nos pasó lo que pasa entre los cómplices: nos peleamos o nos dejamos de ver (a todos los Beatles les llega su Yoko). A lo mejor no estábamos listos para una amistad en forma. O a lo mejor es sólo que así pasa. En todo caso, en la memoria crece día a día la gratitud que siente uno por todos esos insensatos que fueron capaces de acompañarte en todas tus tonterías. Que la regaron contigo sin cuestionarte. Y que, sobre todo, se rieron contigo como locos.

Si alguno me lee, pues eso. Gracias por haber estado ahí.




Un zero en el cielo


Iba yo en tercero de primaria cuando la maestra Rosita interrumpió una clase para dar entrada a un chavo de ojos rasgados al salón. Nos lo presentó con toda la ceremonia: Juan Kasuga se llamaba. Luego, nos pidió que fuéramos gentiles con él porque era nuevo en la escuela y en la colonia. ("Y en el país" pensamos muchos, porque el mentado japonesito se sentó lo más apartado que pudo y sacó el único libro que llevaba encima: un diccionario Larousse ilustrado. "Está aprendiendo español" fue lo que se cuchicheó en el salón).

Recuerdo que esa misma tarde le conté a mi mamá, durante la comida, que un japonés acababa de entrar a la escuela y que no hablaba nada de español, una verdadera tragedia. "Sí. Se mudó acá enfrente con su mamá", fue lo que me respondió ella. Y añadió que se veían muy buenas personas, a lo que yo no supe quitarle ni ponerle nada. Ya me veía nomás saludándolos de banqueta a banqueta, juntando las palmas de las manos e inclinando la cabeza como hacen en las películas.

Pues ni dos días pasaron para que la maestra Rosita nos encargara a mí y a Vladi, otro niño de tercero que también vivía en Camino del Jardín (en su momento, explorador del oriente también), que ayudáramos a Juan Kasuga por las tardes a ponerse al corriente. Ni nos atrevimos a preguntar cómo le íbamos a hacer, si con lenguaje de señas o con dibujitos o qué onda para que el nipón le agarrara la onda a los quebrados. Pero igual apechugamos y nos presentamos en la casa del recién llegado del lejano oriente.

Ahí se cayó el teatrito. La mamá de Juan era más mexicana que el mole. Y Juan, ni se diga. Si no hablaba en las clases era por timidez, no por desconocimiento del lenguaje. Su papá era el japonés, pero no por ello menos paisano (creo que los mejores tacos de mi infancia me fueron invitados por el señor Kasuga). El caso es que, en esa primera sesión de pasar apuntes, Vladi y yo tuvimos nuestro primer contacto con el imperio del sol naciente de la casa de Juan. Tenía juguetes electrónicos que nosotros ni hubiéramos soñado que existían, libros que se leían al revés y un montón de cuadros con símbolos raros que Juan era incapaz de interpretar.

Y nos hicimos amigos. A lo mejor sólo porque vivíamos uno enfrente del otro. O tal vez porque yo también era un poco tímido y siempre me sentí a gusto en su compañía. Ni me acuerdo qué se desprendió de esas visitas de rigurosa asesoría académica (sí, cómo no), pero sí sé que fueron la semilla de lo que nos tocó vivir después. El cine (La Guerra de las Galaxias, Grizzly, El Auto, Manitou (la primera película que me robó el sueño en mi vida, un churrazo en el que salía Tony Curtis dando lástima), Alien); las discusiones de futbol (Juan era (es) crema (águila) del América (guac), yo era puma, Juan era fan de Carlos Reynoso (guac), yo de Hugo y Cabinho); los impresionantes juguetes (el beisbolito mattel, el primer reloj digital de pulsera, el nesa pong); el aeromodelismo (nada nos hacía más felices que tener un nuevo avión para armar); el club de "los chicos malos" (un pobre intento de club que nos valió una buena tanda de cates con los chavos del parque por lo ridículo del nombre). La secundaria. La promesa de contárnoslo todo cuando tuviéramos novia y pudiéramos pasar de segunda base. La prepa. El primer coche...

Pero si escribo esto (que de repente parece ponerse medio "Brokeback mountain" pero juro por mi abuelita que me ve desde el cielo que no, que nel, que para nada) es porque me dieron ganas de dar el testimonio: sí se puede tener un mejor amigo de toda la vida. Aunque cada uno siga su camino y dedique la vida a sus cosas, uno le vaya al América (guac) y el otro al mejor equipo de la liga mexicana, uno tenga su propio negocio y el otro escriba libros para chavos, uno sea fan de Sheena Easton (qué le vamos a hacer) y el otro de Bill Evans, sí es posible levantar el teléfono de vez en cuando y decir lo mismo de años y años y años. "Qué onda, ca, qué haces". Así tengas once o cuarenta.

Y lo digo porque justamente cuando teníamos once, cuando estábamos tan metidos en los rollos de la segunda guerra mundial (¿Te acuerdas de "Los tigres voladores", ca?), una mañana que estábamos sin hacer nada en las canchas, voló sobre nosotros dos un zero japonés. Y a la fecha, entre más lo reviso en mi cabeza, más me convenzo de que eso, en realidad, nunca pasó. ¿Un zero japonés sobrevolando el Estado de México? Sí, chucha. Imposible. Para nada.

Pero, de que hay una explicación, la hay. Y bastante buena: Los mejores amigos, a veces, sueñan despiertos las mismas cosas.




O Holy Night


Mi tía Oli decía que no siempre haces lo que quieres, que a veces haces lo que Dios quiere que hagas... sin que te des cuenta.

Me parece que yo entré a la música un poco de esta manera.

Me explico.

Yo ya tocaba el piano (aunque galofrando muy poco, la verdad) cuando se nos ocurrió a Javier y a mí meternos a un coro que cantaba en la iglesia de Fuentes de Satélite. En principio dicho acto obedeció a ese impulso (del que ya hablé) de conocer chavas y dejar de ver los capítulos de "Los pioneros" en la tele. Pero luego se volvió algo más importante. Mucho más importante.

El coro se llamaba Natanael (sí, qué nombre tan feo, pero a mí ni me miren, se supone que era un apóstol con muy poco rating) y estaba lidereado por Carlos Altamirano. Nos aceptaron en seguida, y eso que nunca nos hicieron una verdadera prueba de canto. Afortunadamente, no éramos tan desentonados y encajamos bien.

Ahí en Natanael comprendí lo que se podía hacer con música en el piano. Carlos me introdujo un poco en la teoría armónica y aprendí la diferencia entre un La mayor y un Do sostenido menor; y por qué un F y un Bb suenan bien juntos. A veces formaba filas con los tenores, sí, pero, la mayoría de las veces, cuando se podía, Carlos (un abrazo, Carlangas, ¿verdad que no estás en el bote por corrupción de menores?, (broma, broma)) me sentaba al piano o al órgano o al sinte, dependiendo de lo que hubiera. Y empecé a galofrar un poquito.

Para variar, ninguna chava se hizo mi novia ahí, pero saqué del coro mucho más que lo que hubiera podido ofrecerme una soprano de buenas curvas (okey, okey, he intentado convencerme de esto por mucho tiempo, así que no me hagan la molona y supongan que es cierto). Me refiero a lo que aprendí al teclado y que todavía sigo utilizando desde entonces.

En aquel entonces era gran tradición en Satélite participar en un concurso anual de coros que se llamaba GYCAS (grupos y coros del área Satélite). En dichas competencias podías participar si cubrías el único requisito de ser sateluco y juntar el coraje para cantar (con un mínimo de dos integrantes, diría yo, que si no, no se armaba ni coro ni grupo) frente a un escenario usualmente lleno de papás, abuelos y curas sin sotana. No me pregunten por qué pero ganar un gycas era casi como ganarse un nobel. Y todos los coros se preparaban para el evento con un tesón sólo visto en la primera de Rocky (no dudaría que algunos directores hasta golpearan reses peladas en algún refrigerador con música de Bill Conti en el walkman). Pero... hasta donde yo recuerdo, Natanael nunca ganó un gycas (al menos el Natanael que yo recuerdo con cariño). Incluso se volvió célebre la vez que acá su galofrante amigo hizo perder al coro, cuando, ya en la gran final, se me fueron las patas con el volumen del sinte (interpretábamos el "Aleluya" de "El Mesías" de Haendel y a mí me tocaba echarme la parte de las trompetas). Según testigos, la mayor parte del ensayadísimo coral sólo se escucharon mis gloriosas trompetas. Freddy Noriega, entre el jurado, nos puso calificaciones negativas. (¿Verdad que ya me perdonaron, muchachos? ¿Verdad?)

Pero... todo esto, ¿lleva a alguna parte? Pues sí. A que fue en un gycas donde oí por primera vez a cierto coro de puros niños que se llamaba Regina Coelli. Y que dirigía nada menos que una amiga mía de varios años (fuentesina también): Rocío Sandoval.

Rocío Sandoval era la galofrancia pura, si he conocido a alguien galofrante en mi vida. Católica a más no poder (sí, a veces me caías gorda con tus sermones, Chío, esa es la verdad), no tenía ningún empacho en beberse la vida a borbotones. Me consta. Siempre, siempre, siempre estaba sonriente. Y siempre, siempre, siempre... se salía con la suya.

Fue en uno de esos gycas en que oí por primera vez a los Regina Coelli, todos vestidos como monaguillos de comercial navideño de Liverpool. Y fue en los pasillos de la iglesia de Economistas (¿O era Navegantes?) que Rocío me pidió que me integrara a su coro tocando el piano. Por supuesto, me negué. Y no porque tuviera contrato de exclusividad con Natanael, sino porque... las únicas chavas que podría conocer en el coro de Rocío eran Rocío (y honestamente, aunque guapa, siempre fuimos sólo amigos) y sus niñas, todas menores de 14 años (ni que fuera el padre Maciel, ¡my God!).

Pero Rocío siempre... ¿ya lo dije?... siempre tenía que salirse con la suya. Y me insistió tanto, que terminé por ceder.

Decía yo que algunas veces hacemos el trabajo que Dios quiere que hagamos, pésele a quien le pese (uno mismo, por ejemplo). Y estoy seguro de que mi entrada a Regina Coelli fue dirigida por esa mano divina y supraterrena que tanto mimaba a Rocío. (¿Cómo le hacías para que todo te saliera bien, Chío? ¡Confiesa!). Y aunque no siempre fui miembro oficial del coro, siempre que pude los ayudé; tanto en algunos gycas como en misas y una y mil representaciones navideñas que hacían por doquier (supongo que hasta en Liverpool, ya no me acuerdo), ahí estuve con ellos.

Rocío era el galofreo pero también tenía una voz y un oído hermosos. Ha sido la única persona de carne y hueso que he conocido con afinación perfecta. ¡Te daba un mi bemol sólo de pedírselo! ¡Y la voz que tenía...!

Con el tiempo... Regina Coelli se hizo un coro bueno. Muy bueno. No podías oír su interpretación de O Holy Night sin que se te enchinara la piel y se te escapara una lágrima. Por eso me precio de todas las veces que Rocío me habló por teléfono para impedirme ir al cine o a alguna posada porque necesitaba que tocara Adeste Fideles o Blanca Navidad para ella y sus niños. Me precio y, a la vez, me lamento de no haberlo hecho más veces (¿Me crees, Chío, que es así?). Porque eso, como todo lo bueno, también se terminó.

Una tarde del 2000, cuando yo ya no formaba parte de Regina Coelli (un muchacho bastante mejor pianista que yo me suplió años antes) me informaron que Rocío había sido requerida para atender un coro de más altos vuelos que el que tenía. Al parecer, ciertos ángeles andaban desafinando fuertemente y esa misma mano que tanto tiempo la mimó acá en la tierra, decidió llevársela prematuramente al cielo.

Dice Billy Joel que sólo los buenos mueren jóvenes. Y es cierto. Yo lo comprobé con la partida de mi querida Rocío, a quien ahora apoya Bach en el Hammond (no puedo imaginar al maestro negándole su ayuda; finalmente, Rocío tiene toda la eternidad para incordiarlo).

Y es que súbitamente me di cuenta de que, si algo hice bien en esta vida, al menos musicalmente hablando, fueron las veces que me senté al teclado rodeado de monaguillos, sosteniendo las notas de un villancico imperecedero, siendo un poco una especie de herramienta y formando parte de una fuerza más importante y poderosa que yo y que la vida misma. Y porque si he conocido a alguien galofrante y... ¿ya lo dije?... de una voz, un oído y un espíritu hermosos, ha sido Rocío Sandoval.

(Y nomás por eso... -bueno, es que nunca te lo dije, pero siempre hay un momento, ¿no lo crees, querida, Chío?-, nada más por eso... pues sí:

...ejem...

Me alegro de todo corazón que me hayas hecho tocar tantas veces "Wouldn't it be loverly?" y te perdono por haberte quedado con mi libro de Simon & Garfunkel).




Ingenieria de Sistemas


Total que era el día anterior para ir a sacar la ficha del examen de admisión a la UNAM y yo todavía no sabía qué quería estudiar. Supongo que creía que, a esas horas de la noche, aún era posible que me descubriera un caza talentos (¿de qué? Buena pregunta; en ese entonces mi único talento era el de poder tomar toda la leche que me encontrara en el refrigerador de una sentada y sin sentir remordimiento alguno). O tal vez creía que aún era buen momento para que los extraterrestres me abdujeran y me coronaran emperador de algún lejano planeta; o que el genio de alguna lámpara (sorda, supongo) pudiera llegar a llenarme de riquezas antes de que terminara el aburridísimo noticiero de Jacobo Zabludovsky.

Pero nada de eso pasó. Y supe que, o decidía de una vez qué iba a estudiar, o mi papá acabaría por cumplir al fin su gastada amenaza (la misma con la que nos asustó desde que teníamos cinco años cada que renegábamos del estudio): "Conque no quieres ir a la escuela. No te preocupes. Mañana mismo te compro un cajón para bolear zapatos y te me vas a la calle a ganarte el pan." (Y la leche, claro).

Y créanlo o no, todo fue culpa de una moneda. En la convocatoria del periódico venían, en una plana completa, todas las carreras que ofrecía la Universidad. Y tachando, tachando, tachando, fui despejando el camino... Hasta que quedaron sólo dos carreras: Medicina e Ingeniería en Computación. (Verdaderamente tenía que haber algo mal en mi cabeza si mis últimas dos opciones eran tan semejantes como lo son un floppy disk y un páncreas, pero aquí vale la pena abrir otro paréntesis (para explicar brevemente que... en realidad el origen de mi errabundia vocacional se debió, principalmente, a la cobardía de iniciar a mis longevos 17, una posible carrera como pianista (ni las letras ni el teatro llegaban aún a mi vida))). Y una moneda lo decidió todo. Aunque estoy convencido, a estas alturas, de que muchas, muchas vidas se salvaron con ese azar.

E ingresé a la UNAM, a la gloriosa Facultad de Ingeniería. Cinco años completitos. El anexo, el Pascal, las tarjetas perforadas, la ausencia de chavas, los monitores monocromáticos, el laboratorio de Cromemco, la programación en ensamblador, el 8088, la ausencia de chavas, las ecuaciones diferenciales, el control digital, el control analógico, el tazón de la mezcla, el Papirolas, la Vax, el PUC (luego DGSCA), la ausencia de chavas, la cochina seriación de materias, la maldita acumulación de créditos, las siestas en las caballerizas de la biblioteca, las comidas en el paseo de las enfermedades, las fiestas en Odontología (¡mira Luis, acá sí tienen chavas!), la naciente programación de objetos, las revistas Byte, el Torres H. (y su imprescindible cátedra), el Nibelungo, el Olmeca, toda la banda del glorioso 22, los proyectos fusilados, las tareas en máquina de escribir, los kilométricos listados, la torta de huevo a media mañana, el camino al metro copilco a media noche, el eterno servicio social, el seno, el coseno, la tangente, la cosecante... y claro, la total ausencia de chavas.

Pero este rollo no es para protestar por lo fácil que era mantenerse célibe en la FI en esos años (a nuestro lado, un monje tibetano podía fácilmente pasar por actor porno), sino para dar fe de lo fácil que es perderse en la textura, el logaritmo y la derivada cuando no se sabe hacia dónde apuntar los cañones. ¿Que por qué digo esto? Pues porque estuve cinco años exactos creyendo que eso era lo que me tocaba en la vida. Echándole ganas, como todos. Buscando la MB (aunque más de una vez se me transformara en S) y hasta creyendo que el Cobol era el futuro de la humanidad,¡Jua! Y al salir de la escuela, entré a trabajar de 9 a 7 en un Banco. Y luego, a un consorcio gasolinero. Y luego...

En fin. ¿Que si me arrepiento de esos años y esa decisión? La respuesta es un rotundo, categórico y absoluto NO. (Valdría la pena imaginarse ese NO como el límite de 1/x donde x tiende a cero, para que me entiendan (y se dejen de sentimientos) los colegas). Ya lo dije en "Ver pasar los patos", que a mi parecer todo lo que hemos hecho es lo que nos conforma. Y serían otros los libros que habría escrito si no fuera ingeniero y no hubiera hecho todo lo que hice, si no la hubiera regado en todo lo que la he regado. (Hasta hay quien dice que se nota en mis libros mi formación ingenieril, porque no suelo dejar subrutinas colgadas (?))

Pero sí vale la pena llamar la atención sobre un punto:

Si estás dirigiendo el tráfico en el cruce de Reforma y Niza, si estás encargado de la caja de un Automac, si entrenas perros o apruebas leyes, si limpias tinacos o llenas pólizas de diario... y un buen día descubres que te hace más feliz zapatear sobre el tablao, pintar a la acuarela, cantar corridos o esculpir en barro... no te hagas el ciego o el sordo, no te pierdas en las ecuaciones simultáneas o en el área bajo la curva. Ese día (toma nota del axioma) podría ser el mejor día de toda (-∞, +∞) toda tu vida.




Yo pa' que quiero riqueza...


¿Quién en la vida no ha querido tener dinero? ¿Mucho, mucho dinero? ¿Quién no ha pensado alguna vez que la frase "El dinero no da la felicidad" fue acuñada por un miserable ardido que ya hubiera querido tener los super millones para poder poner a prueba su propia sentencia?

Yo no soy la excepción. De niño nunca me faltó nada, pero tampoco me sobró nada. Mis papás nunca me compraron un juguete sin un motivo explícito: sólo podía aspirar a un mono de acción o un carro de pilas en mi cumpleaños o en Navidad; ni en el Día del Niño se tentaban el corazón. Estudié sólo en escuelas públicas y no recuerdo haber visto a mi papá jamás cambiar de auto. Claro que en una familia de siete, antes hay que dársela de santos de que viajáramos apretados en nuestra carcacha y no en peseros (que en aquel entonces eran combis, o sea que de puros Malpicas se hubiera llenado el transporte). Antes hay que dársela de santos de haber comido carne varias veces a la semana, aunque la señora Margarita rebajara la catsup con orange crush pa' que "rindiera más".

Y habría que agradecer a mis padres que, pese a todo, ninguno de sus cinco hijos echó de menos el dinero, en realidad. A lo mejor porque se encargaron de darnos otras cosas a cambio: pocos juguetes, sí, pero mucha libertad: el piso más inferior de la casa era completamente nuestro; el parque era completamente nuestro; los cerros que exploramos hasta la náusea eran todos nuestros. Y la colonia entera. (En los Halloweens recorríamos todo Fuentes de Satélite desde que oscurecía hasta que el botín nos obligaba a encorvarnos). Pero, volviendo a mi premisa... ¿quién en la vida no ha querido tener más dinero que Rico McPato? (Okey, si no puedo usar referencias setenteras en mis propios rollos, ¿entonces dónde?).

En la prepa, Juan y yo entramos en un programa de "Empresarios Juveniles" en el que fuimos inoculados con el virus de los supermillonarios. Junto con otros cuates pusimos una supuesta empresa y, al final del ejercicio, pagamos a los accionistas dividendos de hasta el 400% de lo que habían invertido. Claro, todo era de juguete, pero se nos reveló una gran verdad. ¿No había resultado increíblemente fácil cuadruplicar el dinero? ¿No éramos acaso unos Midas en potencia? ¿No era ese el mejor llamado de todos, el de hacer más dinero que Riqui Ricón? (Arriba los 70's (pero muera la música Disco)). Así que nos pusimos las pilas. Leímos los testimonios de Lee Iacocca, Akio Morita y otros super empresarios. Devoramos los consejos de Og Mandino, Napoleón Hill y otros gurúes motivacionales. Y nos lanzamos al mejor llamado vocacional de todos: el de hincharse de billetes. Nos propusimos ganar nuestro primer millón de pesos antes de cumplir los treinta.

Un fracaso.

Afortunadamente no teníamos tantos ahorros ni tantas cosas de nuestra propiedad como para insistir en los pésimos negocios que emprendimos. Y sólo gracias a eso es que no terminamos perdiendo hasta la camiseta. O la dignidad.

Y, aunque un poco raspado, seguí con mi vida. Pero el gusanito se quedó. Guardado en lo más profundo de mi codicioso corazón. Dormido... pero acechante. Siempre a la expectativa.

Como dije, nunca me sobró nada. Pero debo admitir que mentí respecto a aquello de que nunca me faltó nada. Eso no fue cierto siempre. A finales de la carrera universitaria, cuando iba más o menos en noveno semestre, hubo un momento en el que Javier y yo estuvimos a punto de tronar económicamente con más estrépito que las bolsas neoyorquinas de los años treinta. Lo supe cuando me vi, la mañana de un lunes, levantando todos los cojines de la sala para hacerme de una moneda y poder pagar el transporte para irme a la escuela. ¿Que cómo llegamos a eso? Fácil: Con la reacción en cadena de varios desafortunados acontecimientos. Un par de años antes, mis papás se fueron a probar suerte a La Paz, BCS, con mis hermanos chicos. Vendieron la casa de Fuentes de Satélite y nos compraron a Javier y a mí un depto en Lomas Verdes en el que, supuestamente, viviríamos cómodamente con una tía que haría las veces de sostén nuestro (económico, moral y emocional). Hasta ahí el plan era perfecto, aunque la familia tuviera que dividirse. Entonces cayó la primera ficha de dominó. A los pocos días de acometer la empresa, se murió nuestra querida Tía Oli. Eso significaba que Javier y yo tendríamos que quedarnos solos en México y rascarnos con nuestras propias uñas... u obligar a los otros a poner reversa y que olvidaran el plan de probar mejor suerte en La Paz (aquí la necesaria acotación: mi papá se había quedado sin trabajo meses antes, de ahí la alocada iniciativa). ¿Cuál fue la decisión? Seguir con lo planeado y apechugar. Ahí empezó la carambola de fichas: a mi viejo no le fue nada bien en La Paz, tuvo que regresar al poco tiempo y vender el departamento en el que vivíamos Javier y yo para seguirlo intentando con más tesón allá en la península. ¡Shit! (Excuse my french). El destino no tardó en alcanzarnos. Un día nos quedamos sin lana, estuvimos a punto de ser lanzados a la calle del depto que ahora rentábamos y nos descubrimos hurgando entre los cojines por una moneda para poder ir a la escuela. ¿Que cómo sobrevivimos? De puro milagro. Haciéndole al hombre orquesta, estudiando a puras desveladas, viviendo de arroz con frijoles y trabajando de lo que cayera (Javier hasta vendió tiempos compartidos y dio clases particulares a verdaderos delincuentes de trece años; yo toqué a José Alfredo en el piano ("...dinero maldito que nada vale...") en cantinas aledañas al Rastro y vendí perfumes más chafas que los de avón).

¿Y el gusanito del futuro millonetas dónde quedó? Expectante, esperando su momento, como hace un buen jugador de pókar. (O un león hambriento, a saber). Un buen día dio el salto: Hice mi primer millón a los 23 años exactamente. Y no miento. En mi primer trabajo formal entré a laborar a un banco con un sueldo aproximado de 650 mil pesos mensuales. ¡Wow! De eso a tener un millón en la cuenta fue cosa de risa. ¡Wow! Lamentablemente, era un millón de juguete (milagros de la inflación desmesurada), como aquella empresa exitosa de los años ochenta. El gobierno no tardó en quitarle tres ceros a la moneda y la triste realidad se nos vino encima a los mexicanos.

Pero el león hambriento no se iba a quedar aplastado, ¡qué va! ¡A correr tras la presa! Comencé a ascender en el banco... pero el gobierno lo vendió y ¡zas! a hacer millones a otro lado. Entré a trabajar a un consorcio gasolinero pero ¡zas!, descubrieron los jefes que me salía temprano para tocar el piano y hacer teatro y tómala, a hacer millones a otra parte. Puse mi propia empresa de desarrollo de sistemas (adivinen con quién, con Juan Kasuga, entre otros) y entre que la globalización y las arañas y que ni el libro de Brian Tracy me sirvió para aumentar las ventas, ¡cataplán!, tuvimos que cerrar, a hacerse rico a otro lado. Creamos una revista cultural (tú no entiendes, Juan, me cae), trabajé en el área de Sistemas de una empresa de tiempos compartidos (Javier me debe haber echado la maldición) y puse un café en la colonia del Valle (que por poco y me cuesta el divorcio). Pero el millón de a deveras nunca llegó.

¿Y el gusanito del Midas en potencia, el que me decía que, irremediablemente, iba yo a ser más rico que "Arturo, el millonario seductor" algún día?

Supongo que siempre tuve la mente en sitios más locos, mágicos, fantásticos... y muy, muy lejanos. Y nunca donde debía.

En La sombra del viento un personaje, Miquel Moliner, de repente suelta la siguiente frase, que lo dice todo con la fuerza de un rugido en medio de la sabana: "Lo difícil no es ganar dinero, sin más. Lo difícil es ganarlo haciendo algo a lo que valga la pena dedicarle la vida".

Hace mucho que aplasté inmisericordemente con la suela del zapato al méndigo gusano ése. Ahora no es más que una mancha verde en el pavimento de mi paupérrima -pero feliz- historia de escritor en pos de la chuleta.




Baile en el metro


Conocí a Laura en marzo de 1995. Y lo nuestro podría decirse que fue un caso típico de acoso laboral: yo era su jefe, ella era becaria del departamento... me tardé tres meses más o menos en comprender por qué me enojaba tanto que se fuera a comer con los compañeros del área o que se riera tan escandalosamente con los chistes que le contaba aquel tarado de Ventas.

Tres meses más o menos. Me acuerdo que la invité a tomar un café en la colonia Condesa, en un lugar que, según yo, tenía super bien estudiado. Me quise hacer el conocedor, el hombre de mundo... y me puse una perdida de la que todavía no me recupero. Pero hay de extravíos a extravíos y ese, en particular, fue muy, muy afortunado. Después de pasar varias veces por la misma esquina, ya con la cara roja y las sienes goteantes (íbamos a pie, el coche lo había estacionado bien lejos), tuve que admitir mi babosada y Laura, sonriente, luminosa, calló mis tartamudeos poniendo un dedo sobre mis labios. Lo siguiente fue como en las películas, palabra.

Fue un 16 de junio. Un Bloomsday, para mayores (e innnecesarias) referencias (lo sé).

Así que nos hicimos novios y, como trabajábamos en el mismo lugar, a partir de entonces la llevé a su casa o a la universidad después de abandonar la oficina. Todos los días, excepto los lunes que mi traqueteante golf no circulaba, le daba un aventón a donde ella me lo pidiera (a veces conseguía que cambiara la clase de las ocho por una buena película o un café en donde hubiera chance (La Condesa, inclusive)).

Pero los lunes, como ya dije, a falta de coche, nos íbamos juntos al metro Insurgentes; ella para abordar dirección Tacubaya; yo, Pantitlán. Y antes de despedirnos en el andén, mientras dejábamos pasar varios trenes, yo me permitía la chifladura de "sacarla a bailar" en pleno pasillo. Así, sin música. Nomás por tenerla abrazada y cachete con cachete, como si sonara "Misty" en algún secreto lugar de nuestras cabezas. Ella, hasta eso, se dejaba llevar. Y nunca le importó el pequeño ridículo que hacíamos en el andén cada semana, antes de partir en direcciones opuestas.

Así fue que una vez, bromeando, mientras danzábamos, le dije al oído: "No creas que esto es definitivo, algún día te voy a llevar a bailar a un sitio que valga la pena". "¿Ah, sí? ¿Y se puede saber cuál?", preguntó sin apartar la mejilla. "Un lugar de verdadera categoría, por supuesto. Te voy a llevar a bailar al metro de París". Ella, sin mostrar sorpresa alguna, me hizo jurar que cumpliría mi promesa y yo, levantando la mano, dije que sí, que desde luego, que faltaba más... que en cuanto fuéramos marido y mujer, con todo gusto.

Supongo que todo el mundo, con todas las novias, se proyecta hacia el futuro. Y ya te ves pensando en los nombres de tus futuros hijos y de qué color quieres los cobertores cuando apenas si eres capaz de marcar el teléfono de tu chava sin equivocar el número. Yo lo hice. Y varias veces antes de Laura. Pero con ella fue distinto. Como si estos planes fueran la cosa más natural del mundo. A lo mejor por eso es que me quise casar con ella prácticamente desde que me dí cuenta de que estaba enamorado. Se puede decir que le di lata con eso desde... digamos... un 18 de junio. El domingo siguiente a aquel bloomsday, para qué negarlo.

Claro, ella consentía y toda la cosa (a lo mejor porque todo el mundo se proyecta hacia el futuro con los novios, hasta las muchachas bonitas que no tienen necesidad de ello), pero sí me advirtió desde el principo: "Le prometí a mi mamá un título profesional y yo no me voy de mi casa sin entregárselo". Considerando que acababa de abandonar la carrera de Informática y estaba por empezar apenas la de Administración de Empresas, es justo decir que me estaba dando una larga sensacional: de cuatro años, ni más ni menos. La reina de las largas, sí señor.

Pero qué son cuatro años cuando te espera el resto de tu vida.

Y así fue. Deposité cuatro años en dicha cuenta para, al término del plazo (fijo, por cierto), poder retirar mi inversión de golpe, intereses incluidos: el resto de una vida al lado de Laura.

Con todo, al llegar enero del 99, la verdad yo ya no estaba tan seguro de nada. En cuatro años haces concha y lo que en inicio parecía una certeza, de pronto se volvió tan difuso como un corazón de San Valentín que te encuentras en el fondo de un viejo baúl y que te sorprende haber guardado. Cuatro años. Todo pasa en cuatro años, lo mejor y lo peor; los momentos más perfectos y los pleitos más tremendos. Y, como dije, haces concha. Okey, seguro nos casaríamos. Algún día, sí. Pero... ¿Por qué apresurarnos? Ya habían pasado cuatro años. ¿Por qué no dejar pasar otros cuatro? ¿Cuál era la maldita prisa?

Como sea. Si lo pensaba más de diez segundos me daba cuenta de que en verdad valía la pena. Y que ese corazón, aunque arrugado y polvoso y en el fondo del baúl, en verdad era mío, era nuestro. Así que me decidí a preguntar. Laura estaba a un semestre de terminar la carrera. El plazo se había cumplido. Valía la pena preguntar.

En ese entonces tocaba con "Transfusión" en un café -cosa curiosa- de La Condesa. Uno que estaba frente al Péndulo y que fue sepultado por los años (y las malas finanzas). Se llamaba "El CafeTal" (un abrazo, Charo, donde estés: fue bueno, muy requetebueno, mientras duró). Laura iba a veces a oírme tocar. A veces no. Ese sábado 13 de febrero le pedí que le cayera con algún pretexto (supongo que por ser víspera del día de los novios, no lo recuerdo). El caso es que, a media tocada, Marcela, mi super carnala, la vocalista, dijo al micrófono que la siguiente rola tenía dedicatoria. Y nos arrancamos con algo que compuse especialmente para ese día, para ese momento, para esa pregunta que deseaba hacerle. (Se llama "Para Laura" y aparece en esta misma página, en el área de Música). Lo que siguió también fue como en las películas. Anillo de compromiso, rodilla tierra, público expectante. Y me dijo que sí, claro, (si no, ¿qué clase de película sería esta?)... pero no me dijo cuando. (Sí, como el cochino "son de la negra" que tocan todos los mariachis del universo, "a todos diles que sí, pero no les digas cuándo..."). Así que ataqué con lo más grueso de mi artillería. "¿Recuerdas que prometí llevarte a bailar al metro de París? Pues esa promesa caduca con el siglo". (¡Méndigos mariachis, sóplense esa!)

Parecía cruel. Pero era justo. Habían pasado cuatro años. Y ella terminaba la carrera en noviembre de ese mismo año. Incluso yo había conseguido un boleto del metro de París (mi cuate Juan Kasuga acababa de estar allá y me lo trajo) para entregárselo a mi novia como prueba de que hablaba en serio. (En ciertos asuntos, queridos amigos, los anillos de diamantes pasan a segundo plano).

Así que Laura... me dijo que sí. Pero me pidió tiempo para decidir el cuándo.

En realidad, se le llama Bloomsday al 16 de Junio en honor a Leopoldo Bloom, el del "Ulises" de Joyce. Pero para mí siempre significó otra cosa. Bloom es florecer y yo (okey, suena cursi, pero no hay remedio) florecí a partir de ese día del 95. Las cosas más galofrantes que he hecho en mi vida, creo que vienen de aquel bloomsday del 95. Y pocas tienen que ver con la literatura, el teatro o la música. Más tienen que ver con poner un árbol de navidad o escoger un nombre. O el color de los cobertores. Y por ello brindo por Leopoldo. Y por Stephen. Y por James, ya de paso. (Qué buena ocurrencia tuviste, Jimmy, en serio).

Laura y yo nos casamos el 29 de diciembre de 1999, a tres días de que caducara mi promesa.

Y el resto es fácil de imaginar (Hollywood rifa (a veces, al menos)). Fue el 5 de enero del 2000, en la estación Kléber de la línea 6 de metro de París, que cumplí mi promesa. El termómetro estaba en los números negativos y ningún avión se desplomó por el Y2K, afortunadamente.




Pŕoximamente...


Próximamente en este teatro...

* Varias de Teatro
* El estudio socioeconómico
* Florecillas de San Francisco
* Las novias del Padre Nacho
* Georgia
* Bruno