No sé si la vida sea mejor en otra parte.
Con toda seguridad que sí.
Sin haber vivido en ellos, sé que hay sitios en los que la gente sale a la calle sin miedo, ríe porque no le importa el futuro y el pasado es una cuenta saldada.
A mí me tocó vivir en un país de contrastes y superlativos. Tanto te sorprenden el horror como la ternura.
Y ahí vamos. Y aquí seguimos.
Yo no sé si sería más feliz en otra parte.
Es probable que sí. Es posible que no.
Lo que sí sé es que, en otra parte, sería incapaz de realizar este viaje consuetudinario donde me puedo mirar a mí mismo como (quiero creer) nunca he dejado de ser.
Puedo llamar a la puerta de mi mejor amigo y pedirle que vayamos a jugar al parque que nos vio crecer.
Puedo subirme a los mismos juegos y soñar con las mismas cosas porque él (gracias de veras, canijo) sigue viviendo en la misma casa.
Una manopla nueva. Una excursión a las cuevas. Un puñado de grillos.
Yo no sé si la felicidad esté en Georgia o Estambul.
Probablemente sí. Probablemente no.
Lo que sí sé es que, en este, mi viaje consuetudinario, puedo estar, aunque sea por fugaces minutos, en esa patria donde puedes salir a la calle sin miedo, reír porque no importa el futuro y el pasado es una cuenta saldada.
Eso, aunque sea por el ratito que dura una paleta en la boca, ya es la felicidad completa.
Y no, no existe en ninguna otra parte.