Pascual esperaba siempre con ansias el final de octubre, pues le encantaban las tradiciones de día de muertos. Le encantaba el ambiente festivo y a la vez solemne de esas fechas, donde se recordaba a los que ya habían partido, aunque sin mucha congoja. En algunos pueblos hasta se tronaban cohetes y se organizaba algún baile el día último del mes. Y a él le encantaban el estallido de colores en el cielo, la música a todo volumen, la risa y la contagiosa algarabía. En su pueblo el ánimo era más respetuoso pero siempre dejando a un lado el luto, pues todos sabían que había otros días para lamentarse; esos eran para recordar con cariño. Y aún más se le llenaba el corazón a Pascual cuando llegaba el día primero de noviembre. Ese día, los llamados “muertos chicos” seguían el camino de flores de cempasúchil que las familias del pueblo trazaban, desde la calle, hasta la ofrenda al interior de cada casa. Y los niños difuntos seguían ese caminito durante la noche, traspasaban la puerta y se acercaban al altar a sabiendas de que todo lo que encontraran, sería para ellos. A Pascual lo que más le gustaba eran las calaveritas de azúcar. Todos los años había una con su nombre dibujado en papel brillante. Y todos los años era lo primero que tomaba.
Cuando inició la tradición al interior de la casa de la familia Esquivel, sólo había un muerto chico. Pascual Esquivel había fallecido a los diez años, en 1920, víctima de una terrible infección. Aún no se contaba en el mundo con antibióticos y mucha gente corría con esta suerte. Pero Pascual ya ni siquiera se acordaba de lo mal que lo había pasado los últimos días de su vida. Prácticamente al instante en que pusieron sus huesos bajo una lápida se sintió contento. Podía estar donde él quisiera y jugar a lo que se le antojara sin hacer rabiar a los mayores.
Aunque a veces, es cierto, extrañaba cuando hacía rabiar a su mamá. “¡Pascual, no te cuelgues del barandal de la escalera! ¡Pascual, no corretees al burro! ¡Pascual, no te comas todas las galletas de la caja!”
A veces, es cierto, también lo asaltaba la melancolía.
Pero también es completamente cierto que las lágrimas de su mamá pararon al año siguiente. Y en la primera ofrenda que le pusieron a Pascual, la señora Esquivel hasta se sentó un rato a imaginar que veía a su hijo comer los chocolates, las golosinas, la calaverita de azúcar con su nombre; degustar de la taza de chocolate; colgarse de cabeza, ¡muchacho desobediente!, del barandal de la escalera.
Ese primero de noviembre del 2016, Pascual acudió, como siempre, al altar que la familia Esquivel ponía todos los años en honor a los muertos chicos de esa casa. En casi cien años, sólo otros dos niños se habían sumado a la conmemoración. En el altar, donde alumbraban las veladoras y soltaban su aroma los pocitos de copal, entre las cruces y los adornos de papel picado, sólo tres fotografías se disputaban la atención de los rezos y la merienda. Pascual, 1920. Lupita, 1947, Rogelio, 1973. Pascual tenía diez; Lupita, cinco; Rogelio, doce. Los tres se daban cita ahí desde 1974, el año en que Rogelio se sentó a ver cómo su mamá lo imaginaba comiendo, riendo, haciendo diabluras. Exactamente lo mismo por lo que había pasado también Lupita en 1947 (el mismo año de su partida, pues ella se marchó en verano).
Ese primero de noviembre de 2016, los tres pequeños difuntos se presentaron puntuales. Las cosas en el pueblo habían cambiado mucho con el tiempo. Habían visto llegar la radio (Pascual), la televisión (Pascual y Lupita), la computadora y el internet (Pascual y Lupita y Rogelio). Habían contemplado a los habitantes de la casa ir y venir con los años. Habían degustado todo tipo de golosinas, desde las más tradicionales hasta las que tenían envoltura, colorantes artificiales y fecha de caducidad impresa. Sí, las cosas habían cambiado en el pueblo. Pero ellos seguían siendo niños. Y eso era genial porque podían hacer lo que quisieran y jugar a lo que se les antojara sin hacer rabiar a los mayores.
Los habitantes de la casa no lo sabían pero, después de agotar las golosinas del altar, los tres chicos que permanecían inmóviles en sus fotografías, hacían todo menos permanecer inmóviles durante la fiesta de los fieles difuntos. Colgarse de cabeza del barandal era lo de menos. Usualmente encendían la televisión. O los celulares de los mayores. O las tablets de los niños. Y, sin hacer el menor ruido, mientras los vivos dormían, ellos colmaban la casa de estrépito y carcajadas.
Ese año tendría que haber sido idéntico a los otros años. Brincar por todos lados, tirar la vajilla, asaltar el refrigerador, romper todos los récords de todos los videojuegos… pero, para el desconcierto de Pascual y Lupita, Rogelio no estaba de humor para nada. Ni siquiera para los chocolates amargos, que eran su fascinación desde su octavo cumpleaños.
--¿Qué tienes? –preguntaron el chico de diez y la niña de cinco, con verdadera preocupación. A fin de cuentas, las décadas los habían hecho los mejores amigos.
Es cierto que Pascual era tío de Lupita. Y Lupita, hermana menor de la abuela de Rogelio. Pero eso no representaba ningún problema. Los tres eran familia y los tres se querían. (Aunque, aquí entre nos, se habrían querido aunque no fueran Esquivel. Las décadas pueden hacer eso y más por las personas, vivas o muertas).
--Nada, no tengo nada –respondió Rogelio, taciturno.
Pero no era cierto. Sí que tenía algo. Un algo que le llenaba la mente de pensamientos tristes. Y es que Rogelio, como cualquier otra persona, sea de carne o sea de viento, también era asaltado, a veces, por la melancolía.
Y aunque no solía ocurrir los días primero de noviembre, esta vez ocurrió. Y obligó a Rogelio a sentarse en la sala, frente a la tele de pantalla plana, mirando sin mirar y pensando sin pensar. Con lo cual Pascual se acordó de una vez que a él le pasó lo mismo. Y a Lupita igual. Y no pudo evitar una sonrisa.
--De repente necesitaste que tu mamá te abrazara –dijo Pascual que, aunque niño aún, también podía ser muy sabio de repente. A fin de cuentas, había celebrado ciento seis cumpleaños.
--¿Cómo supiste? –quiso indagar Rogelio.
Pascual y Lupita se miraron. A ambos les había ocurrido justo la víspera de…
--Sólo lo supe –respondió Pascual, aún sonriente--. Te diré qué haremos. Hoy nos divertiremos todo lo que podamos, pues mañana habrá una sorpresa para ti.
Rogelio sabía, como todos, que el dos de noviembre se conmemora a los “muertos grandes”. Y que, aunque ellos estaban invitados a la fiesta, no siempre acudían porque bueno, ya se sabe, no siempre puedes colgarte cabeza abajo de un barandal si hay un adulto a la vista. Pero la simple promesa de Pascual fue suficiente para que se sintiera menos triste.
Y comió doble ración de chocolate.
Y fue él quien más récords rompió en los videojuegos esa noche.
Naturalmente, a la mañana siguiente, los habitantes de la casa encontraron todo igual. Las tablets de los niños con el mismo nivel de batería. Las calaveritas intactas. La vajilla en su lugar. Sólo el copal se había acabado. Y algunas velas. Aunque se percibía en cada rincón de la casa, eso sí, una paz distinta.
Con el mismo ánimo cariñoso, los Esquivel vivos dispusieron cambios en el altar para esa tarde. A la ofrenda se sumaron cigarrillos, tequila, pollo con chile y baraja. Se añadieron nuevas fotografías, entre las cuales, una que no se encontraba ahí el año anterior. Dispusieron velas recién compradas y agregaron más copal.
Se detuvieron a contemplar por unos instantes la ofrenda y, complacidos, se fueron a dormir temprano.
La algarabía ese dos de noviembre fue peculiar. No sólo habían acudido a degustar de la ofrenda todos los Esquivel que se habían sumado a la fiesta desde que inició la tradición, sino también los tres niños del primero de noviembre. Y, tal cual habían vaticinado Pascual y Lupita, una sorpresa esperaba a Rogelio, sentada en la silla de honor del comedor. Literalmente, todos le daban la bienvenida. Y ella, jovial, canosa y sonriente, agradecía a todos encantada.
Cuando Rogelio y su mamá se abrazaron después de tantos años de no hacerlo, para Pascual fue como si hubiera fuegos artificiales ahí dentro, baile y música a todo volumen.
Oh, sí. Fue toda una fiesta ese dos de noviembre del 2016. Fue tanta la alegría que hasta uno de los niños de carne y hueso, en su cama, juró escuchar una carcajada proveniente del piso inferior. Seguro había sido el tatarabuelo Esquivel, quien, aunque había ido a la revolución y nunca se quitaba el sombrero de charro, se puso a ver videos graciosos junto a toda la familia, en la tele de la sala.
Toño Malpica