Hago la suposición de que ningún ratero tiene libros en su mente cuando piensa en sus fechorías.
No creo ni por asomo que algún amante de lo ajeno haya salido jamás a la calle a hacer lo suyo pensando que ojalá se hiciera de un buen libro o dos en su jornada.
Así que creo poder afirmar que al del turno del viernes pasado le cayó como bomba el verse, repentinamente, dueño de dos maletas llenas de buenos libros.
Buenos libros, se entiende, en la concepción de aquel que los puso en sendas maletas.
Son cosas que pasan.
Una mañana tienes un librero lleno de buenos libros y al día siguiente… ya no.
Una mañana no tienes nada que leer y al día siguiente… vaya que sí.
A ustedes que les gusta leer y atesoran en estantes bien alineados los causantes de tal afición, miren hacia allá y contemplen una buena sección de tales objetos. ¿Se les ocurre alguna posibilidad de que alguien se los arrebate de las manos? Desde luego que no. Ni a mí. Ni siquiera en el factible caso de que alguien irrumpa por la puerta, arma en mano, lo ven ustedes saliendo de ahí con el Ulises de Joyce a toda prisa.
Pero en este jardín de senderos que se enchuecan a la menor provocación, todo es posible.
Por ejemplo…
Es viernes, estás en plena mudanza y acomodas en sendas maletas una buena sección de libros que te has de llevar a tu nuevo domicilio.
Luego, dejas el auto en la calle, según tú, un momento, porque dónde se ha visto que…
Y los senderos se entrecruzan, se bifurcan, se enmarañan y rematan en prodigio.
Dos maletas repletas de buenos libros repentinamente en manos de un hombre que (uno supone porque se dedica al crimen) no debe leer ni el reverso de la caja del cereal.
Mientras que el otro, el de la ocurrencia de dejar el auto en la calle, repentinamente sin la menor posibilidad de volver, al menos en corto plazo, a ciertos libros de Neal Stephenson, de Isaac Asimov, de Stephen King, a su Borges en Revista Multicolor y a sus dos ejemplares del Último Round de Cortázar, por mencionar algunos.
Pienso en ambos hombres hermanados por el coraje.
Uno pensando… ¿y ahora yo qué hago con todo este papel?
El otro… ¿y ahora yo que hago sin todo ese papel?
Los imagino a ambos vislumbrando el tiempo como un Uróboros, donde uno no estaciona el auto en la calle y el otro sigue su camino tal vez para hacerse mejor de una buena llanta de refacción o dos buenos espejos. Y así, un cristal hoy destrozado reconstituiría sus moléculas. Y este texto no se escribe nunca. Y ustedes siguen de largo en esta red social.
Pero el tiempo corre en una sola dirección. Esto lo saben Yu Tsun, Richard Madden, Stephen Albert y los dos hombres circunstanciales de este relato verídico.
Por ello quiero apostar a una suerte de gracia compartida.
El uno, el que de pronto tuvo dos maletas repletas, no de papel, sino de ideas maravillosas, increíblemente renuncia a la idea de vender por kilo o en librerías de viejo. Se sienta en un sofá (que, por obra de otro prodigio, es muy confortable) y se dispone a leer. Uno, dos, veinte libros… hasta que la sola idea de ir a romper cristales por la noche la parece absurda. Un día entre los días descubre que es feliz aunque no tenga ningún reloj de oro en la muñeca y sigue leyendo, así nomás, hasta el punto de que todos los libros del mundo le parecen pocos.
El otro, el que de pronto se sintió despojado, descubre (de hecho, así ha sido), que aquello de lo que le despojaron, sólo era papel. Porque descubre (en verdad así ha sido) que las historias no se desgastan. Sabe que algún día podrá allegarse de nueva cuenta el Hyperion de Dan Simmons en otro volumen o en alguna pantalla y los personajes serán los mismos y el Alcaudón le volverá a causar un terror inédito.
El otro, que no es sino quien esto escribe, se imagina a sí mismo en un par de décadas adquiriendo en una librería de viejo un libro que alguna vez fue suyo, sin recordarlo, y maravillándose ante una historia que también fue suya alguna vez, sin recordarlo, pasando las manos por páginas que acarició muy antaño y preguntándose quién habrá subrayado previamente ese mismo pasaje que ahora quiere él también subrayar.
Apreciando, sin saberlo, que la verdadera inmortalidad de las historias está más allá de sus portadas de cartón reluciente porque éstas,
en cualquier momento,
y sin previo aviso,
así nomás…
¡PUF!
nos abandonan,
cuando todas las sensaciones que nos hicieron vivir al pasar los ojos por sus letras,
se quedaron con nosotros…
sí,
para siempre.