White boy


 
De pronto quiero sentir simpatía por aquel hombre blanco que, hace muchos años, al descubrir un congénere distinto, en vez de reparar en las innumerables similitudes, se fijaba en las tres o cuatro diferencias. Un hombre mirando a otro a los ojos y, en vez de pensar: “éste debe tener esposa e hijos como yo, una deuda añeja con su compadre, igual que yo, y hasta cierta debilidad por los juegos donde se patea, avienta o rebota un objeto esférico como yo”, pensando en cambio: “éste ha de ser el mismísimo diablo; o lo mato o lo someto; no hay más”.

De pronto me dan ganas de sentir simpatía por ese hombre blanco que llegando a algún sitio novedoso y descubriendo a otro hombre ahí, en vez de pensar: “tiene ropas raras y un lenguaje raro, y ya ni hablar de lo raro que es que se alimenten de cosas que aún se mueven, pero, con tiempo, seguro un día nos echamos una buena partida de ajedrez”, pensando en cambio: “ya lo dije ayer; el diablo, no hay más; muerte o esclavitud al bellaco; y por cierto… ¿hay oro en estas tierras?”

De pronto me dan ganas de ver con buenos ojos a ese muchacho rubio y persignado de hace siglos si pienso que bueno, todo lo distinto da miedo y el miedo es mal consejero y el mundo entonces era otro y demás etcéteras.

Pero no nos hagamos. Seguro que después de un tiempo de matar/someter este buen muchacho blanco sí que se daba cuenta de que aquel a quien había despojado de todo no sólo tenía esposa, hijos, gustos y disgustos como él sino que incluso razonaba y sentía y que, con el tiempo, no sólo podría vencerlo en el basket, el beis o el fut sino también, y desde luego, en el ajedrez.

El jefe Oso Parado de la tribu Ponca consiguió ser reconocido como “persona” ante una corte de los Estados Unidos (hágame usted el favor), más de 200 añitos después de que el Mayflower echara amarras; ya ni hablar del tiempo que tuvo que pasar para que una corte dictara que una mujer negra tenía el mismo derecho de ocupar un asiento de autobús que un hombre blanco (rubio, persignado o no).

La verdad es que no se puede sentir ningún tipo de simpatía por ese muchacho blanco y aleluya de hace tantos años, si no ha hecho más que repetirse generación tras generación (aunque últimamente con la piel tirando a naranja, hay que decir). A pesar de que se le ha demostrado que el que le gana al ajedrez también le arrebata la presidencia (y por ocho años) insiste en lo mismo. Y vocifera. Y descalifica. Y convence. Que es lo peor de todo.

Imagino un hombre, siglos atrás, llegando a algún sitio novedoso, descubriendo a otro hombre ahí y pensando lo bueno que sería que ese otro hombre también tuviera familia, amigos, gustos, disgustos y predilección por juegos donde se patea, rebota o lanza un objeto esférico… porque entonces la diferencia de color o de indumentaria o de lenguaje será una absoluta tontería.

Seguro la historia americana y la universal habrían sido más aburridas. Pero también seguro que para estas fechas ya habríamos hallado la cura del cáncer. Y clonado un mamut. Y visitado otros sistemas solares. (Aunque siempre con un ajedrez y un balón entre las manos, eso sí.)