No sé si ya conocía a Ian. Tengo la impresión de haber compartido el asiento trasero del coche de su tía, Yira, en algún momento cuando todos éramos más jóvenes. (Yo, en realidad, menos ruco; él, en realidad, un chavito; Yira, por cierto, igualita siempre). El caso es que el viernes pasado lo conocí (quisiera decir, reconocí, pero así de endeble es mi memoria) en la presentación que tuve en Monterrey: me preguntó si no me parecía que todo en “El Libro de los Héroes” se desarrollaba demasiado aprisa y yo le respondí, embrollándome todo (no sería la primera vez), que es la impresión que da cualquier obra que se agota en dos o tres semanas pese a los dos o tres años que haya invertido su autor en ella.
Luego, en la intimidad de mi cuarto de hotel pensé, no obstante: ¡Wow, dos o tres semanas! Vi una película. Escuché un concierto. Me detuve un par de minutos frente a un molde industrial colgado en la pared de la habitación (maldito insomnio). Y volví a pensar… Wow, dos o tres semanas.
Volví a darme cuenta (así de endeble es mi sagacidad mental) que la literatura es la única disciplina artística que acompaña por tanto tiempo a su receptor.
Suelo recomendar leer libros gordos justamente porque te acompañan en tu paso por la vida. Por la mañana Harry recibe su carta, por la tarde conoce a Hagrid y por la noche está comprando su varita. Y mientras todo eso ocurre, tú has ido a la escuela, has acompañado a tu mamá al súper, has tomado tu clase de trombón y Harry estuvo siempre ahí, en los intersticios.
Aún mejor es decir lo siguiente: Que tuviste tu primer amor de secundaria, empezaste a estudiar Leyes, te fuiste a Europa un verano y Harry estuvo en primero, cuarto y último año en Hogwarts. Siempre ahí. En los intersticios.
Así que no, querido Ian. Lo que pasa demasiado pronto es la vida, no los libros.
Porque ahora me doy cuenta (así de endebles son mis conclusiones) que los libros no pasan, permanecen. Y Harry puede recibir su carta o conocer a Hagrid o comprar su varita, nuevamente, cuando uno está acunando a su primera hija. O llevándola a la primaria. O entregándola en su boda.
Y mi necesidad de externar esto obedece, principalmente, al siguiente milagro personal: que Ian me leyó cuando era un chavito y, ahora que no lo es, me sigue leyendo. Lo que significa que Toño Malpica a veces ha estado ahí, en la mañana, tarde, noche (escuela, súper, trombón) acompañándolo. Y cuando esto ocurre, uno como autor se siente cobijado, comprendido. Acompañado.
Y, la verdad, querido Ian, y gracias por eso, no hay mejor compañía para alguien que escribe “Era de noche y llovía” en la soledad de su estudio, que un lector a la distancia pensando: “Ojalá este libro de Mendhoza me durara más, carajo”.